Escribo
este artículo desde el Foro Urbano Mundial, en Medellín, y aunque aún es
pronto, pues estoy todavía a dos días de que acaben las conferencias, me parece
indispensable empezar a sacar conclusiones, a escribir sobre este evento tan
maravilloso, e intentar que no se me quede nada entre el tintero.
En
el aspecto estrictamente técnico, mi primera y más importante conclusión, por
ahora, es que odio a los paisas. Los odio porque viven en esta ciudad maravillosa, inmersa
en esas enormes y bellísimas montañas, llena de árboles, de parques-biblioteca,
de colegios, de espacios públicos. Los odio porque tienen un sistema de transporte público
perfectamente funcional, una combinación de metro, metro-cable,
metro-plus, buses, taxis… y ahora tranvía! Y más que todo los odio, desde el fondo de mi corazón, al
que la envidia corroe, porque son amables, porque viven con esa permanente
sonrisa, orgullosos de su ciudad, orgullosos de ser paisas.
“Ah
no, es que Medellín sí es una verraquera…” me dice el taxista que me
lleva de vuelta a casa. “Tenemos nuestros problemitas, como todo el mundo, pero ahí los vamos arreglando,
poquito a poco. Es
que hay que andar felices, si no pa qué… Sí o qué?”
Y me habla, con agrado, de la policía de tránsito, que ahora
llega más rápido para ayudar cuando hay accidentes. Luego aclara que sí, que
hay uno que otro ‘taco’ (trancón, atasco), “pero como uno sabe que eso se
mueve, pues se queda en su carril y espera, tranquilito, y ahí va andando, pa
no armar más taco. Si o qué?” Y me cuenta cuánto disfruta el clima, que no es
frío ni es caliente, y sonríe al recordar cómo la gente cuida del metro, lo
mantiene limpio y bonito, porque
es un orgullo de su ciudad: la cultura metro. Y luego empieza a hablar
de los políticos, que “seguro que algo robarán, porque político es político, si
o qué? Pero uno no puede decir nada, porque ahí se ve…lo que prometen lo
construyen, así a veces se atrasen unos tres o 4 meses. Pero eso es normal en todas partes, sí o no?”.
Y yo pienso que no, que en mi ciudad eso no es normal, aunque debiera
de serlo. Y recuerdo mi casa, Bogotá, y me vuelve ese nudo en el
estómago… y antes de que me carcoma la envidia y antes de llegar al odio, el
taxista me sonríe y me dice, “y pa completar es que las niñas de esta tierra si es que son muy
lindas, si o no? Es que esto es un paraíso…”
Y no puedo evitar sonreír, y por más que quiera no los
puedo odiar, porque con sus ganas, con su actitud positiva, su compromiso con
su ciudad, lo único que generan en mí es admiración, y no puedo escapar de su contagioso optimismo, de
su amabilidad y de su felicidad
. Y
tengo que aceptar, por más que no quiera hacerlo, que mi conclusión no es que
los odio, sino que los admiro, porque han logrado ponerse de acuerdo en una
sola cosa, ponerse de acuerdo en lo fundamental.
Son
conscientes de que viven todos en un mismo lugar, en una misma ciudad, y que, a
pesar de las diferencias que pueda haber, es responsabilidad de cada uno de
ellos -de los políticos, de los taxistas, de los policías, de los ricos, de los
pobres, de los ciudadanos- de todos y cada uno como individuos, como
miembros de una familia, como miembros de un barrio, como miembros de una
sociedad, el construir este lugar en el que viven, el quererlo, el mejorarlo
día a día, con sus acciones, con su trabajo, con su cotidianidad, con su
sonrisa.
Y
pienso que aún me quedan dos días, y que hay demasiadas cosas por aprender,
demasiados lugares por visitar, demasiadas cosas por decir, pero
necesitaba sacar este artículo de mi sistema, porque tanto odio me está
matando, y no puedo parar de sonreír.
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