Y
cambia el sentido de lo que entendemos por desigualdad.
En la notable serie Mrs. America, ambientada en los años
setenta, llama la atención que la conservadora protagonista use grabaciones en cintas de casete y correo
postal para difamar a sus oponentes feministas.
En solamente una generación hemos pasado de esas
tecnologías de la comunicación, que ahora nos parecen lentísimas, a la instantaneidad de Gmail,
Facebook, Twitter o WhatsApp. Un salto de puro vértigo.
La
velocidad del transporte, las comunicaciones y el conocimiento no ha parado de
incrementarse exponencialmente en este cambio de siglo.
En El futuro va más rápido de lo que crees, Peter
Diamandis y Steven Kotler ponen un ejemplo rotundo de ello. En 1997, la
computadora Deep Blue de IBM derrotó al ajedrez al campeón del mundo, Gary
Kaspárov; exactamente veinte años más tarde, la AlphaGo de Google ganó al
campeón de go Lee Sedol. La
complejidad del ajedrez es de 10 elevado a 40; la del go, de 10 elevado a 360. Una diferencia de 320 en
solamente dos décadas.
Esas diferencias aumentarán pronto, abismalmente, con la
computación cuántica. Según otro tecnólogo estadounidense, Ray Kurzweil, en
unos años cualquier ordenador portátil tendrá la misma potencia de cálculo que
el cerebro humano. La
tecnología está acelerando el mundo a una velocidad frenética y sin precedentes.
El problema es que nuestros cerebros, en cambio, no han ganado en las últimas décadas mayor capacidad de
procesamiento. De modo que nuestro ritmo mental, aunque sea
extraordinario, es cada
vez más lento en comparación con el de las redes y las máquinas.
El desequilibrio cada vez más extremo entre la velocidad
del mundo y la de nuestros cerebros, entre la complejidad de la realidad y nuestra capacidad de pensarla y
entenderla, está dilatando la brecha digital y está cambiando el sentido
de lo que entendemos por desigualdad. Entre 2015 y 2030 vamos a pasar de 15.000 millones de
dispositivos conectados a cerca de 500.000 millones en todo el mundo. Y
se van a acabar de configurar dos categorías de ciudadanos o —lo que es lo
mismo— de usuarios de internet. La distancia cada vez mayor entre los hiperconectados y los simplemente
conectados no solo está decidiendo el futuro, también está creando un
nuevo mercado.
Porque las mismas megacorporaciones que convirtieron el
ordenador personal, el
teléfono móvil o la conexión a internet en bienes de primera necesidad,
ahora experimentan con los neuroimplantes que —en las próximas décadas— todos necesitaremos para no
vernos obligados a bajarnos del tren superrápido de la ultramodernidad.
Las grandes compañías tecnológicas van a lucrar con esa nueva ansiedad,
comparable a la que durante el siglo pasado provocó la creación de las industrias de la autoayuda o
la cirugía estética.
“Una
de las formas de interpretar la aceleración tecnológica descrita en este libro
es como parte de un viaje continuo hacia la abundancia”, afirman
Diamandis y Kotler. La multiplicación de los recursos tecnológicos apunta,
según ellos, hacia más democracia y mayor conciencia medioambiental. Ven la
implementación de la robótica también con optimismo: va a permitir que el ser
humano se dedique al ocio, los cuidados o la creatividad, mientras llega la
renta básica universal. Los
más talentosos y capaces, de cualquier rincón del planeta, podrán acceder a una
educación superior y participar de esa supuesta fiesta de la inteligencia
colectiva.
Pero la verdad no apoya esas fantasías. Según el último
informe de Freedom House, no
se puede afirmar que la democracia esté avanzando mientras sí lo hacen,
brutalmente, las redes 5G o la interconexión de las cosas. Y ya ha
empezado la carrera entre Estados Unidos y China por el 6G, que hará que
internet sea cien veces más rápido de lo que es hoy. De modo que es legítimo pensar que la única
motivación del cambio de paradigma y de la velocidad que lo impulsa es la sed
de poder de las superpotencias y el lucro de sus mejores ingenieros.
El epílogo de El futuro va más rápido de lo que crees
apoya esa idea: es un
sorprendente espacio publicitario de los cursos, el coaching, las becas o los
fondos de inversión que ofrece o gestiona Diamandis. Se trata de
talleres y lecciones para “entrar en este estado de conciencia llamado ‘flujo’
—mayor productividad, aprendizaje, creatividad, cooperación, colaboración (y la
lista sigue)—” que
supuestamente “nos regala la habilidad necesaria para seguir el ritmo”.
En paralelo, Elon Musk y muchos otros emprendedores disruptivos y
multimillonarios están invirtiendo en proyectos de neuroimplantes, que,
al mismo tiempo que ayudarán a neutralizar la parálisis cerebral o el
Alzheimer, también
mejorarán brutalmente la memoria o la capacidad de aprendizaje de quien
pueda pagárselos. Y multiplicarán fortunas que ya están fuera de toda escala.
El
desfase entre la velocidad de la humanidad y la de cada uno de los seres
humanos que la componen se está convirtiendo en un fallo central del sistema.
Se trata de una brecha que trasciende la noción de género, de un abismo que se dilata en el corazón del
abismo de la desigualdad. Mientras los ricos se vuelven cada vez más ricos y acumulan, en
las nubes de sus empresas, más información y más conocimiento, millones de
personas son atropelladas por la velocidad excesiva de la realidad.
Si
ralentizar el ritmo de las múltiples convergencias científicas y tecnológicas
es incompatible con el modo en que hemos cifrado la economía, al menos
sí que deberíamos aprender de los errores recientes. Hemos permitido que las
grandes plataformas impongan un sistema de vida y de consumo, sin haber
previsto una regulación adecuada que controlara esa metamorfosis y la hiciera
más transparente y justa. Pero
todavía estamos a tiempo de llegar a acuerdos importantes en neuroderecho y en
otros nuevos frentes que se abren en el núcleo del presente.
Chile ha tomado la delantera y se han convertido en un
modelo, señalando el
camino hacia un nuevo derecho humano, el de estar protegidos ante los avances
de las tecnologías neurológicas. No se debería haber dejado la
investigación de las vacunas contra los virus en manos de laboratorios
privados, no se debe permitir que los neuroimplantes tengan también un copyright abusivo, y los gobiernos
y organismos internacionales deben comenzar a regular en serio todo aquello que
está dejando de ser ciencia ficción.
Es urgente incluir una fuerte dimensión ética en la carrera vertiginosa,
afrodisíaca, de los dispositivos, las redes, la innovación, porque no
sabemos a dónde nos conduce. Como dice el filósofo chino Yuk Hui en su
interesantísimo ensayo Fragmentar el futuro, la tecnología nos ha situado en
medio de otro tipo de flujo (muy distinto del que vende Diamandis): uno “de fuerza metafísico que está
arrastrando a los humanos a un destino desconocido”. Tal vez, después de
dos siglos de aceleración continua, haya llegado el momento de aprender de los
accidentes que ya ha
causado el exceso de velocidad.
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