La
tía Sarita era seca, impedida y silenciosa. A los 92 años, sus sobrinos la
sacaban al patio por turnos para que tomara aire puro y viera los pajaritos.
Por la noche la metían.
Cierto puente, a causa de una letal confusión, el sobrino que debía guardarla
se fue de viaje y al volver encontró a la tía Sarita convertida en témpano de
hielo. Su alma
gozaba ya del Señor.
Quizás esta historia no pasa de ser una leyenda, pero vale como metáfora para
contar lo que sucede en Colombia. El pasado 17 de marzo, con amor
admirable, el presidente
Iván Duque señaló que era preciso “proteger a los abuelos” y ordenó que “hasta
el 31 de mayo, todos los adultos mayores de 70 años deberán permanecer en sus
hogares”.
Desde
entonces estamos enjaulados por decreto. Se legisla a diario y con
detalle sobre la pandemia: el
pico y cédula, las horas de ejercicio, las de compras, los días de salida de
las mujeres, los hombres y los transgéneros; los horarios para que los niños jueguen, los
adultos caminen, los bancos gestionen y, dos veces al día, los perros
caguen… (¡Qué detallazo!
En la próxima plaga me pido ser perro).
Mientras tanto, los mayores seguimos en el desván al que nos mandó
el presidente con máximo afecto. Muchas gracias, hombre, pero debo decir como en el bolero: “¡Ay, Iván,
ya no nos quieras tanto!”. Soy sincero: no creo que sea culpa de él.
Duque solo refleja la
actitud de una sociedad egoísta. Durante milenios, los viejos fueron
parte de la riqueza de un país. Job lo advertía en la Biblia: “En los ancianos está el saber”.
Griegos, espartanos, egipcios, japoneses, chinos e indígenas acudieron siempre a sus mayores
en busca de experiencia, conocimiento, sabiduría…
Pero
el capitalismo impuso una nueva escala de valores: había que producir, consumir
y enriquecerse. Y como los viejos consumimos poco y producimos menos, nos remiten al archivo y el
olvido.
La
prueba es que el país no sabe bien cómo denominarnos ni cuántos somos.
Pasamos, oficialmente, de ancianos a miembros de la Tercera Edad, Adultos
Mayores y abuelos.
¿En
qué momento ocurre el trágico suceso que nos degrada de mariposas a orugas, de
ciudadanos a abuelitos? Según el ministerio de Salud, a los 60 años; según el DANE, a los 65; la Presidencia nos guarda a los
70. Así es difícil precisar números.
El
último censo señala que el 9.1 por ciento de los 48 millones de colombianos
supera los 65 años. Es decir, algo más de 4 millones y algo menos de 5. Pero el problema no es la
aritmética sino el enfoque.
Las páginas del DANE representan a los niños con dos
muñequitos radiantes; a los adultos menores, con una pareja fuerte y esbelta; y a los mayores con dos
viejecitos jorobados que se apoyan en un bastón. Así nos ven. Y así nos tratan.
Pero
esa imagen solo corresponde a una respetable minoría. Ya que el porcentaje de adulticos
aficionados al aguardiente y al cigarrillo supera al de ancianos inválidos,
el DANE, para conservar el equilibrio, podría dibujar una botella en la mano
del muñeco cuarentón y un chicote en la boca de su pareja. Por menos, “la rebelión de las canas”
obligó al gobierno francés a recular y en Argentina protestan porque “a los viejos los tratan como
estúpidos”. La káiser Angela Merkel proclamó: “Aislar los ancianos para recuperar la normalidad
es éticamente inaceptable”.
¿No
ha pensado nuestro gobierno que es posible tener más de 70 años y ser sano,
activo, productivo y de buen ver? ¿A qué científicos llamó Duque al
estallar la pandemia? A Manuel Elkin Patarroyo (73 años) y Rodolfo Llinás (85).
¿Sabe él que son octogenarios Sofía Loren, Jane Fonda, Alain Delon y Sean
Connery? ¿Y también Pepe Mujica, el Papa, Elena Poniatowska, Clint Eastwood y
Doris Lessing? ¿Ha visto a Mario Vargas Llosa (84), que escribe más y es más
simpático desde que se emparejó con una sardina de 69 años?
Menos
cariño y más sensatez, por favor. ¿Quiénes aconsejaron esta condena al
sedentarismo? ¿Un comité de gerontólogos, o los ya acostumbrados amigotes y
condiscípulos? ¿Qué
juristas aprobaron conculcarnos los derechos que ejercen los demás? Según la ciencia, los mayores no
contagiamos más que el resto, pero somos más vulnerables. Es solo relativamente cierto.
A numerosos fallecidos en ancianatos los mataron la pobreza y el hacinamiento, no la edad.
Nuestros protectores más cerebrales nos enjaulan para que no acabemos ocupando
una cama de la UVI que merece un joven con mejor futuro. Como no quiero vegetar ni
competir por un respirador, tengo una propuesta.
Hace años suscribí un papel en el que exijo una muerte
digna y rechazo innecesarios paliativos. Estoy dispuesto a firmar que también renuncio a un cupo
en la UVI a cambio de que me reconozcan sin demora los derechos de los demás
ciudadanos. Tengo 74.
Prefiero
menos vida con más vida en vez de más vida con menos vida. Llegado el
momento, que me recuesten
en cualquier cama y me dejen recordar tranquilo lo que he vivido. Y de ahí en adelante, que me
ayude la tía Sarita…
Esquirlas. No podría agradecer uno por uno a los lectores
que recibieron con desproporcionado cariño mi regreso a las columnas. Lo hago desde aquí. Y
sobre la frecuencia de mis artículos, reitero: saldrán cada vez que pueda o que quiera. Los Adultos
Mayores somos así: jodones.
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