La
catástrofe más intensa que ha sufrido el planeta sucedió hace 252 millones de
años, al final del periodo Pérmico, cuando murió el 90 por ciento de la vida en
el océano y el 75 por ciento en la tierra. Los registros fósiles son
prácticamente inexistentes durante millones de años después: desaparecieron árboles, las
bacterias remplazaron los arrecifes de coral, no había ruido de insectos.
Los hongos con apariencia de espinas en el registro fósil tal vez sean la
putrefacción de un mundo extinto.
Fue
el momento en que la Tierra ha estado más cerca de quedar totalmente
esterilizada. El planeta tardaría diez millones de años en recuperarse
por completo, con el terreno preparado para el eventual ascenso de los
dinosaurios.
“La extinción en
masa del final del periodo Pérmico es particular en la historia de la Tierra”,
aseguró el geólogo Seth Burgess, del Servicio Geológico de Estados Unidos. “Nada ha sido tan grave y nada
siquiera se le acerca”.
Cada
vez hay más evidencias que sugieren que este apocalipsis de la antigüedad fue
provocado, en gran medida, por emisiones gigantescas de dióxido de carbono
producto de las erupciones de los volcanes ubicados en una amplia franja de
Siberia. En la actualidad se están discutiendo las consecuencias de
inyectar enormes cantidades de dióxido de carbono en el aire, como si la
amenaza solo existiera a partir del resultado especulativo de modelos
computarizados. Sin embargo, como lo han descubierto los científicos, esto ha
sucedido muchas otras veces y en ocasiones los resultados fueron catastróficos.
La revista Palaeogeography, Palaeoclimatology, Palaeoecology
publicó en julio una edición especial en la que, a partir de un conjunto de evidencias cada vez
mayor, se afirma que las anteriores emanaciones volcánicas de dióxido de
carbono pudieron haber ayudado a provocar muchas de las extinciones más extremas
en la historia de la Tierra.
Advirtieron que también pudo haber habido otros aspectos
mortales involucrados en estos Armagedones, pero el paleontólogo David Bond y
el geólogo Stephen Grasby escribieron
en la revista que la mayoría de las extinciones masivas estuvieron marcadas por
“calentamiento global, anoxia y acidificación de los océanos, los cuales fueron
producto de los cambios en el CO2 atmosférico”.
Después de sintetizar un cantidad inmensa de estudios y
de investigar casi veinte extinciones masivas globales en los últimos 500.000
millones de años —incluidas las más extremas, llamadas las “Cinco grandes”—, los autores
concluyeron que “el vulcanismo a gran escala es la causa principal de las
extinciones masivas” y que “la mayoría de las extinciones están asociadas con
el calentamiento global y fenómenos
destructivos como la anoxia marina”.
El número especial de la revista refleja una comunidad
científica que, al no
encontrar impactos de asteroides en las escenas del crimen de muchas de
las peores calamidades prehistóricas, ha dejado de observar el cielo y ha puesto la atención en las
extinciones de cosecha propia.
Aunque
es probable que llame más la atención el asteroide que aniquiló a los
dinosaurios 186 millones de años después, la Gran Mortandad hace que esa
catástrofe parezca pequeña en cuanto a la destrucción que generó.
En la actualidad, en los lugares más recónditos de
Siberia, hay montones de basalto antiguo apilado; en algunos lugares la
densidad es de kilómetros. Hace 252 millones de años, en la parte más alta de
la extinción masiva de finales del periodo Pérmico, esta lava habría cubierto
millones de kilómetros cuadrados del que fuera el supercontinente Pangea. Sin
embargo, la lava no fue la
única causa que casi acabó con la vida en la Tierra.
Como lo documenta el trabajo de Burgess, cuando este
magma empezó a expandirse hacia la corteza superficial de Siberia, llegó a una de las cuencas de
carbón más grandes del mundo y cocinó enormes depósitos de rocas ricas
en carbono. Los
combustibles fósiles se calentaron de forma excesiva y emergieron a la
superficie terrestre en la forma de espectaculares explosiones de gas,
como lo documentó un equipo encabezado por el geólogo noruego Henrik Svensen.
A pesar de que los volcanes en Siberia ya llevaban
haciendo erupción durante casi 300.000 años, el trabajo de Burgess indica que la extinción masiva no
comenzó sino hasta que el magma empezó a quemarse a una escala colosal debido a
los combustibles fósiles. Se liberó el dióxido de carbono a la atmósfera
con la misma eficacia con que lo haría hoy en día cualquier fábrica impulsada
por la quema de carbón o el escape de una minivan.
En el caos resultante, a medida que aumentaron las temperaturas y la vida fue
muriendo en los océanos acidificados donde se agotó el oxígeno, casi se
le detiene el pulso al planeta. Le pregunté a Burgess qué habría experimentado
un viajero en el tiempo que hubiera estado de visita al final de periodo
Pérmico en la Tierra. “Habría
tenido calor y habría sido terrible”, dijo riéndose.
Aunque es probable que llame más la atención el asteroide
que aniquiló a los dinosaurios 186 millones de años después, la Gran Mortandad
hace que esa catástrofe parezca pequeña en cuanto a la destrucción que generó. Produjo el final de un mundo más
viejo y menos conocido, pero igual de fascinante: una vida salvaje en el
supercontinente llena de una colección extraña de antepasados sorprendentes de
los mamíferos y, en los mares, una alucinación arcaica de caparazones y
tentáculos que habían perdurado desde los albores de la vida animal.
Hoy, la humanidad desempeña el papel de ese supervolcán
primigenio en Siberia que quemó las reservas más antiguas de carbono en el
mundo, las cuales llevaban mucho tiempo enterradas en forma de petróleo, carbón
y gas natural. A pesar de que es probable que hubiera otros factores
destructivos en marcha durante la Gran Mortandad —como halocarburos
destructores de ozono, lluvia ácida o una fuerte y tóxica dosis de metales
pesados que caía producto del esmog volcánico—, el principal sospechoso de la que podría haber sido la
aniquilación del planeta fue la descarga de dióxido de carbono, la cual
deforma los químicos. Basta con ver el océano moderno para entender por qué.
El
exceso de dióxido de carbono reacciona con el agua del mar y provoca que los
animales que utilizan carbonato para construir sus esqueletos no puedan habitar
el mar. Los océanos
modernos ya son 30 por ciento más ácidos desde el inicio de la Revolución Industrial: en
nuestros mares, por su reciente acidez, se han descubierto hoyos en los
caparazones de los caracoles flotantes que se alimentan de pláncton, los cuales
son parte fundamental de la cadena alimenticia de las regiones antártica y del
noroeste del Pacífico.
Para
2050, el océano Antártico ya no albergará estas criaturas, las cuales también
son una parte crucial en la dieta del salmón. Del mismo modo, tal vez a
mediados de siglo, la acidificación destruirá los arrecifes de coral que ya
están enfermos y alojan 25
por ciento de la biodiversidad del océano. Además, los mares menos profundos del
mundo están perdiendo oxígeno a medida que se calienta el planeta y la
contaminación por nutrientes se vierte desde los centros agrícolas y las
cuencas urbanas. Los paleontólogos reconocen todos estos cambios.
Sigue siendo una pregunta abierta cuál será el resultado del continuo experimento
químico que realizamos con el planeta, pero la historia de las
extinciones masivas nos brinda un consejo: precaución extrema.
Por
fortuna, todavía falta mucho para tener el nivel de extinción en masa que había
a finales del periodo Pérmico, aunque algunos paleontólogos advierten
que bastan algunos siglos más de abuso medioambiental para llegar a ese punto.
Sin embargo, no se tiene
que llegar hasta el apocalipsis para que la vida comience a ser notablemente
menos agradable.
Incluso antes de que Estados Unidos tomara la decisión
descabellada de salirse del Acuerdo de París, el planeta ya se había desviado bastante del curso de
lograr el objetivo de que la temperatura mundial no aumentara más de dos grados
Celsius para 2100. En la actualidad llevamos un ritmo con el cual
llegaremos a cerca de
cuatro grados Celsius de calentamiento para el final del siglo, una
temperatura que en ocasiones pasadas significó que no hubiese hielo en ningún polo. Sin
embargo, el calendario no se detiene al final del siglo y, si el calentamiento
rebasa esa marca, habrá
partes del planeta donde no podrán vivir mamíferos como nosotros, por
los peligros del estrés
por calor. Además, como lo demuestra el blanqueamiento de la Gran
Barrera de Coral, los océanos ya están luchando por adaptarse a un mundo más
caliente y más ácido.
A pesar de que la Gran Mortandad fue realmente extrema y
que es probable que participaran fuerzas superiores al arsenal de la humanidad,
hemos resultado ser una potencia geológica sumamente formidable conforme
seguimos alterando y deformando los complejos sistemas terrestres que soportan
la vida.
“El
ritmo en el que estamos inyectando CO2 en la atmósfera estos días, según
nuestras mejores estimaciones, es diez veces más rápido que durante el final
del periodo Pérmico”, me comentó el paleoclimatólogo Lee Kump, decano
del Colegio de Ciencias de la Tierra y Minerales de la Universidad Estatal de
Pensilvania. “Y el ritmo
tiene importancia. Entonces, estamos creando un ambiente muy complicado
para que la vida se adapte y
estamos imponiendo ese cambio cerca de diez veces más rápido que los peores
sucesos en la historia de la Tierra”.
El
final del Pérmico es una era previa a los dinosaurios de extinción masiva que
asesinó al 90 por ciento de la vida en el océano y 75 por ciento en tierra
firme. También se llama la Gran Mortandad.
El
verdadero culpable de la crisis climática no es ninguna forma particular de
consumo, producción o regulación, sino más bien la manera en que producimos
globalmente, que es por ganancias en vez de sustentabilidad. Mientras
esa norma esté vigente, la crisis seguirá y, dada su naturaleza progresiva,
empeorará. Ese es un hecho difícil de confrontar. Sin embargo, desviar la
mirada de un problema aparentemente irresoluble no hace que deje de ser un
problema.
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