La
revolución bolivariana desmejoró de una manera dramática el bienestar de la
población en Venezuela. ¿Cómo ocurrió?
Depresión económica de Venezuela Venezuela padece un desabastecimiento de alimentos
y medicinas, por una crisis industrial y la insuficiencia de divisas para
importar.
A partir de 2004 los países productores de materias
primas en América Latina disfrutaron una década de expansión, basada en un
incremento de sus precios, que aumentó el valor de las exportaciones y los ingresos del Estado, mejoró
los términos de intercambio, aceleró el ingreso nacional e impulsó la demanda
interna.
En Venezuela la aceleración del crecimiento se financió con una larga
bonanza petrolera y un endeudamiento público desbocado.
El sector privado quedó al margen de la expansión, porque
el Estado extendió el control sobre la economía.
La
fortaleza de la moneda desmejoró la competitividad de la industria y el control
de cambios la condenó a la obsolescencia tecnológica.
A pesar de la atrofia de la industria, en la época de
abundantes ingresos externos una alta proporción del creciente consumo de los hogares se satisfizo con las
importaciones.
Aunque los países exportadores de materias primas en la
región tuvieron un choque similar cuando cayeron sus precios entre 2012 y 2014, su impacto en Venezuela
excedió con creces el promedio de la región.
Este resultado se debió a que el gobierno no ahorró
durante el auge, dilapidó la renta petrolera, acrecentó el déficit fiscal (a 14% del PIB en 2016) y
aumentó la deuda del Estado.
Cuando cayeron los precios de los hidrocarburos, las
autoridades no pudieron desahorrar ni colocar deuda adicional para amortiguar el descenso del ingreso
nacional y sostener la demanda.
En consecuencia, la actividad económica se deprimió a
partir de 2014, con una
pérdida acumulada que podría llegar a 32% en 2017.
Con
la poca liquidez externa disponible, el gobierno privilegia el servicio de la
deuda pública sobre las importaciones.
La falta de materias primas y bienes intermedios
importados profundizan la depresión y agravan la escasez de alimentos y
medicinas. Por ello la
inflación se dispararía a 1.134% en 2017, estimulada por la financiación
monetaria del déficit fiscal.
De modo inevitable, con la depresión colapsó el bienestar
de la población. Entre
2012 y 2017, el PIB real por habitante disminuyó 35%, mientras que el salario
mínimo cayó 75% en términos reales, 88% en dólares y 86,7% en las calorías que
puede consumir. Como efecto de ello, la población pobre aumentó de 48% a 82%
del total entre 2014 y 2016. Al mismo tiempo, 74% de ella perdió de manera
involuntaria 8,6 kilogramos de peso en promedio, la mortalidad de los pacientes
se incrementó 10 veces y la infantil 100 veces.
Detener esta tragedia exige frenar la caída de la
actividad económica y la destrucción de capital, tanto físico como humano. Para lograrlo, es preciso
transformar las instituciones en unas que sean amigables con la iniciativa
privada y que instauren un marco sólido para el diseño y la implementación de
la política económica. Con ello se conseguiría devolverle al país la
confianza de los inversionistas, para ensanchar el acceso a los mercados
internacionales de capital y a los fondos de las instituciones multilaterales. El problema es que para lograrlo
quizá se requiera de una nueva revolución.
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