La
“Ley Constitucional contra el Odio, por la Convivencia Pacífica y la
Tolerancia”, que fue aprobada a principios de mes en Venezuela, nació con un
defecto de fábrica: es profundamente antidemocrática. Eso dejando de
lado que fue elaborada por una Asamblea Nacional Constituyente ilegítima que
usurpó las funciones constitucionales de una Asamblea Nacional electa por seis
millones de venezolanos en diciembre de 2015.
La
ley promete promover la paz, la diversidad y la tolerancia a través de la
penalización de un discurso que promueva el odio, la violencia y la
discriminación. Según el gobierno, el fin último de la ley es proteger a
la nación. No obstante, sus mecanismos suprimen el libre ejercicio del derecho
a la libertad de expresión y
fomentan la censura y la autocensura al otorgar al Estado el poder para
sancionar a medios de comunicación tradicionales y digitales, bloquear sitios
de Internet, eliminar contenidos, revocar licencias e imponer penas de cárcel
de hasta 20 años. Estas disposiciones quebrantan los principios democráticos
de la libertad de expresión.
La
llamada “ley contra el odio” es solo la forma más acabada de la guerra
mediática librada por el gobierno chavista contra los medios y los ciudadanos.
En los últimos 18 años, el régimen establecido por Hugo Chávez ha alimentado la división, la
intolerancia, la violencia y la criminalización de cualquier opinión
crítica y disidente. Establecer una normativa sobre el odio deja claro que el objetivo del
gobierno es silenciar a través del miedo a quienes deseen ejercer su derecho a
la libre expresión de sus opiniones y pensamientos.
En agosto, el presidente Maduro solicitó a la constituyente espuria una ley para
acabar con los mensajes de odio social argumentando que habían sido el
disparador de las protestas entre abril y julio contra su gobierno, que culminaron con un saldo de
al menos 163 fallecidos.
El presidente continuó presionando. El 5 de noviembre,
solicitó celeridad al nuevo ministro de comunicación e información, Jorge
Rodríguez, para que pusiera “orden
en los medios y en las redes sociales”. Durante un programa transmitido
por el canal del Estado, Venezolana de Televisión, recordó que tanto la prensa como la televisión
cuentan con instrumentos legales de regulación, mientras que las plataformas
digitales no.
Dos días después, la excanciller Delcy Rodríguez, ahora
presidenta de la Asamblea Nacional Constituyente y hermana del ministro de
comunicación, afirmaba que “Venezuela
pone hoy esta ley a disposición del mundo. No exportamos solamente petróleo,
queremos exportar paz, amor, tolerancia, en un mundo gravemente amenazado con
los poderes imperiales”.
Con
esta ley, los venezolanos estrenamos una nueva camisa de fuerza, una que
vulnera los estándares regionales e internacionales de libertad de expresión y
derechos civiles, los principios de internet como derecho humano y los
artículos de la Constitución venezolana que defienden la comunicación libre y
plural. Hoy los ciudadanos
de Venezuela están sujetos por un corsé de duras varillas que constriñe a los
portales digitales y las redes sociales, únicos espacios de libertad de
expresión donde se habían refugiado tras el asedio sistemático del
gobierno contra la prensa libre e independiente.
Será
difícil devolver a los venezolanos la paz imponiendo penas de cárcel de entre
10 y 20 años a los responsables de medios y plataformas digitales que en
seis horas no eliminen
contenidos considerados como discurso de odio, amenazando con revocar licencias
de operación a radios y televisoras, bloqueando sitios web, señalando la
responsabilidad de intermediarios sobre los contenidos emitidos por
terceros en Facebook, Twitter, Instagram, o imponiendo multas desproporcionadas
y confiscatorias de bienes. No
se alienta la paz social ni la riqueza del debate público destruyendo los principios
de pluralidad, diversidad, libertad y acceso a la red, y convirtiendo a
los intermediarios de las redes sociales en censores de las opiniones de sus
usuarios.
Será
imposible restablecer en Venezuela un ambiente de tolerancia aplicando medidas
que, amparadas bajo criterios vagos y discrecionales sobre lo que
significa un discurso de odio, de incitación a la violencia o de
discriminación, y tipificando delitos de opinión para proteger la reputación de
funcionarios públicos —que deben responder al escrutinio público— en detrimento de la libertad de
expresión y el bien común.
Es
inconstitucional defender la convivencia pacífica amenazando con ilegalizar los
partidos políticos y con la inhabilitación de sus dirigentes si hubiese
entre sus filas algún militante que, a juicio de la autoridad, incurra en un delito basado en prejuicios y
dictamine si hay odio en un tuit, un post, una declaración pública o una
transmisión por Periscope.
Los líderes de la revolución bolivariana, incluyendo al
presidente Hugo Chávez, han
sido los principales promotores de un discurso de odio, intolerante y
discriminatorio. Ellos mismos son los que tienen ahora en sus manos la
más peligrosa herramienta de censura: una ley que pretende ocultar la realidad de un país
sumido en la más profunda debacle política, económica y social de su
historia, castigando la crítica, la disidencia y la inconformidad de los
venezolanos.
Ante
este nuevo ataque del gobierno contra la libertad de expresión, sólo queda el
compromiso de responsabilidad moral de los ciudadanos y los medios con la
libertad de expresión y una insumisión militante para rechazar cualquier
intento de aplicación de una norma que estrangula los últimos vestigios de la
democracia en Venezuela.
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