A
pesar de las advertencias, los funcionarios estadounidenses y europeos no
presionaron a las empresas farmacéuticas para garantizar el acceso de miles de millones
de personas a las vacunas. Eso podría prolongar la pandemia.
Una protesta realizada en Johannesburgo exigía que las empresas
compartan la tecnología de las vacunas y pedía a los gobiernos que suspendan
las reglas de patentes en el caso de las vacunas contra la COVID-19.
En los próximos días, por fin se expedirá la patente de un invento que se creó
hace cinco años, una hazaña de ingeniería molecular que está en el centro de al
menos cinco vacunas importantes contra la COVID-19. Y el gobierno de Estados
Unidos la controlará.
La
nueva patente presenta una oportunidad para influir sobre las farmacéuticas que
producen las vacunas y presionarlas con el fin de que expandan el acceso
a los países menos prósperos.
La pregunta gira en torno a si el gobierno hará algo.
El
rápido desarrollo de las vacunas contra la COVID-19, logrado en tiempo récord y
subsidiado por un inmenso financiamiento de Estados Unidos, la Unión Europea y
el Reino Unido, representa un gran triunfo de la pandemia. Los gobiernos
se asociaron con las farmacéuticas, invirtieron miles de millones de dólares
para conseguir las materias primas, financiaron ensayos clínicos y modernizaron
las fábricas. Miles de
millones de dólares más se comprometieron para la compra del producto
terminado.
Sin embargo, este éxito de Occidente ha creado una desigualdad
extrema. Los habitantes de los países ricos y de ingresos medios han recibido más o menos el 90
por ciento de los casi 400 millones de vacunas que se han repartido
hasta ahora. Según las proyecciones actuales, muchos de los demás países tendrán que esperar años.
Un creciente coro de autoridades sanitarias y grupos defensores a nivel
mundial les están pidiendo a los gobiernos occidentales usar facultades
agresivas —la mayoría de las cuales casi nunca o nunca se han usado
antes— que obliguen a las
empresas a publicar las recetas de la vacuna, compartir su conocimiento y redoblar la producción.
Los defensores de la salud pública han pedido ayuda, incluso le han pedido al
gobierno de Biden que use
su patente para impulsar un mayor acceso a las vacunas.
Pero
los gobiernos se han resistido. Al asociarse con las farmacéuticas, los
líderes occidentales adquirieron la posibilidad de estar al frente de la fila.
Sin embargo, también ignoraron años de advertencias —y las solicitudes
explícitas de la Organización Mundial de la Salud— a fin de que incluyeran
lenguaje contractual que
les hubiera garantizado dosis a los países pobres y alentado a las empresas a
compartir su conocimiento y las patentes que controlan.
“Fue como correr para conseguir papel higiénico. Todo el
mundo decía: ‘Apártate de
mi camino. Voy a conseguir el último paquete’”, dijo Gregg Gonsalves,
epidemiólogo de Yale. “Solo corrimos por las dosis”.
Aproximadamente
el 90 por ciento de los casi 400 millones de vacunas entregadas se han destinado a los países
ricos o de ingresos medios.
La perspectiva de miles de millones de personas esperando años para ser
vacunadas representa una amenaza para la salud incluso para los países más
ricos. Un ejemplo: en el Reino Unido, donde el lanzamiento de la vacuna
ha sido sólido, los funcionarios de salud están rastreando una variante del
virus que surgió en Sudáfrica, donde la cobertura de la vacuna es débil. Esa variante puede mitigar el
efecto de las vacunas, lo que significa que incluso las personas vacunadas
podrían enfermarse.
Según las autoridades sanitarias occidentales, nunca fue su intención excluir a
los demás. Pero al tener una inmensa cantidad de muertos en sus propios países, centraron su atención
a nivel nacional. El tema de compartir las patentes simplemente nunca
surgió, mencionaron.
“Se
centró en Estados Unidos. No fue antiglobal”. dijo Moncef Slaoui, quien
fue el principal asesor científico de la Operación Máxima Velocidad, un programa
del gobierno de Donald Trump que financió la búsqueda de vacunas en Estados
Unidos. “Todo el mundo
estuvo de acuerdo en que, una vez que se satisficieran las necesidades de EE.
UU., las dosis de las vacunas se destinarían a otros lugares”.
El presidente de Estados Unidos, Joe Biden, y la
presidenta del poder ejecutivo de la Unión Europea, Ursula von der Leyen, se muestran reacios a cambiar de
rumbo. Biden ha
prometido ayudar a una empresa india a producir unas 1000 millones de dosis
para fines de 2022 y su gobierno ha donado dosis a México y Canadá. Sin embargo, dejó en claro que
la prioridad era su país.
“Vamos
a comenzar asegurándonos de que los estadounidenses sean atendidos primero”,
comentó Biden hace poco. “Pero
luego intentaremos ayudar al resto del mundo”.
Presionar a las empresas para que compartan las patentes
podría percibirse como un debilitamiento de la innovación, un sabotaje a las
farmacéuticas o peleas interminables y costosas con las mismas empresas que
estuvieron investigando a fondo para encontrar la salida de la pandemia.
Mientras los países ricos siguen luchando por mantener
las cosas como están, otros como Sudáfrica e India han llevado la batalla a la Organización Mundial
de la Salud, en
busca de una exención sobre las restricciones de las patentes para las vacunas
de la COVID-19.
Mientras tanto, Rusia y China han prometido llenar el vacío como parte de
su diplomacia de vacunación. El Instituto Gamaleya en Moscú, por
ejemplo, se ha asociado con productores desde Kazajstán hasta Corea del Sur, según datos de Airfinity, una
empresa de análisis científicos, y UNICEF. Los fabricantes de vacunas en China han llegado a
acuerdos similares en los Emiratos Árabes Unidos, Brasil e Indonesia.
El
problema de las patentes no resolvería por sí solo el desequilibrio de las
vacunas. Modernizar
o construir fábricas tomaría tiempo. Se tendrían que producir más
materias primas. Las
autoridades regulatorias tendrían que aprobar nuevas líneas de ensamblado.
Y, como sucede cuando se cocina un platillo complicado,
no basta con darle a alguien una lista de ingredientes porque eso no sustituye
la manera de preparar la receta.
Para abordar estos problemas, el año pasado, la OMS creó
una reserva tecnológica con el fin de alentar a las empresas a compartir el conocimiento con
los fabricantes en naciones de ingresos más bajos.
Ni una sola empresa productora de vacunas se ha afiliado.
“El
problema es que las empresas no quieren hacerlo. Y el gobierno no es muy duro
con esas compañías”, dijo James Love, quien dirige Knowledge Ecology
International, una organización sin fines de lucro.
Hace poco, los ejecutivos de las farmacéuticas les dijeron a los legisladores
europeos que estaban otorgando licencias de sus vacunas lo más rápido posible,
pero que era complicado encontrar socios que tuvieran la tecnología adecuada.
“No
tienen el equipamiento”, dijo Stéphane Bancel, director ejecutivo de
Moderna. “No hay
capacidad”.
Pero fabricantes desde Canadá hasta Bangladés mencionaron
que ellos pueden hacer las
vacunas; tan solo les faltan los acuerdos para la licencia de la patente. Cuando
les han llegado al precio, las empresas han compartido secretos con fabricantes nuevos en
cuestión de meses, gracias a lo cual se redobla la producción y se modernizan
las fábricas.
Dos científicas que trabajaban en la vacuna contra el
coronavirus de AstraZeneca en la Universidad de Oxford, el año pasado. La farmacéutica británico-sueca
ha dicho que no puede transferir su tecnología de manera más rápida.
Sin embargo, cuando el gobierno hace concesiones, las negociaciones fluyen. A
principios de este mes, Biden anunció que el gigante farmacéutico Merck ayudaría a fabricar
vacunas para su competidor Johnson & Johnson. El gobierno presionó a
Johnson & Johnson para que aceptara la ayuda y está utilizando los poderes
de adquisición para tiempos de guerra con el fin de asegurar los suministros
para la empresa. También
valdrá la pena modernizar la línea de producción de Merck, con miras a
que en mayo las vacunas estén disponibles para todos los adultos en Estados
Unidos.
A pesar del considerable financiamiento gubernamental, las farmacéuticas controlan casi
toda la propiedad intelectual y están en una posición de generar una fortuna a
partir de las vacunas. Una excepción crucial es la patente que espera
una pronta aprobación: un descubrimiento a nivel gubernamental para manipular
la proteína clave del coronavirus.
Este avance, en el centro de la carrera de 2020 para obtener la vacuna, de
hecho apareció años antes en un laboratorio de los Institutos Nacionales de
Salud, donde un científico estadounidense llamado Barney Graham estaba en busca de un logro médico
muy ambicioso.
‘Ya
habíamos hecho todo eso’
Durante años, Graham se especializó en ese tipo de investigaciones largas y costosas que solo los gobiernos financian. Buscaba una clave para desentrañar las vacunas universales: planos genéticos que se pudieran usar en contra de cualquiera de las dos docenas de familias virales que infectan a los humanos. Cuando surgiera un nuevo virus, los científicos simplemente iban a ser capaces de modificar el código y hacer una vacuna al poco tiempo.
Durante años, Graham se especializó en ese tipo de investigaciones largas y costosas que solo los gobiernos financian. Buscaba una clave para desentrañar las vacunas universales: planos genéticos que se pudieran usar en contra de cualquiera de las dos docenas de familias virales que infectan a los humanos. Cuando surgiera un nuevo virus, los científicos simplemente iban a ser capaces de modificar el código y hacer una vacuna al poco tiempo.
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