La
Casa Blanca está trabajando con firmeza para hacer que Estados Unidos vuelva a
ser blanco y los demócratas tienen demasiado miedo de decir esa verdad.
El
ritmo agresivo de deportaciones de inmigrantes de color, la eliminación del
programa DACA —que protege a niños y jóvenes inmigrantes— y las propuestas
promovidas por las voces antiinmigrantes en el gobierno tendrán el
innegable efecto de retardar la rápida diversificación racial de la población
de Estados Unidos.
A pesar de este esfuerzo radical de ingeniería social
racial, los círculos
progresistas y demócratas no han respondido con la indignación que se podría
esperar.
Las preferencias problancas de Donald Trump y su
gobierno, en especial
cuando se trata de inmigración, son innumerables. Desde el día en que
lanzó su campaña presidencial en 2015 satanizando a los mexicanos hasta el
entusiasmo generado por la
promesa de construir un muro a lo largo de la frontera entre México y Estados
Unidos y pasando por el agresivo ritmo de deportaciones de inmigrantes
de color hasta revocar DACA y
denigrar vulgarmente a las naciones africanas y a Haití, su presidencia
ha sido muy clara sobre su predilección por las personas blancas.
No
debería sorprender, entonces, que las políticas de inmigración promovidas por
la Casa Blanca tengan el efecto de reducir el número de personas de color que
ingresan al país. Un análisis reciente de The Washington Post descubrió
que las propuestas del gobierno de Estados Unidos para reducir la inmigración
legal, al limitar la reunificación familiar, retrasarían brevemente la fecha en
que los blancos se conviertan en una minoría. “Al disminuir drásticamente la cantidad de inmigrantes
hispanos y de africanos negros que ingresan a Estados Unidos, este plan
rediseñaría el futuro del país”, dijo el economista Michael Clemens.
“Décadas más
tarde”, agregó, “muchos
menos de nosotros seríamos no blancos o tendríamos personas no blancas en
nuestras familias”.
El enfoque del gobierno de Trump no es aleatorio. Tampoco es ilógico, si el
objetivo es maximizar la influencia de los blancos. Desde la aprobación
de la Ley de Inmigración y Nacionalidad de 1952 y sus enmiendas en 1965, la
composición cromática de la población del país ha experimentado una
transformación fundamental. En
1965, la gente de color solía representar el 12 por ciento de la población de
Estados Unidos. En las últimas décadas, ese porcentaje ha aumentado en
más del triple, hasta el punto en que las personas no blancas son casi el 39
por ciento de los residentes de Estados Unidos (no es accidental que el primer presidente
afroestadounidense del país haya sido elegido en el momento en el que fue
elegido). El gabinete de Trump ha entendido que las leyes específicas que busca eliminar han
jugado un papel importante en esa revolución demográfica.
A pesar de lo desagradable que es para mucha gente la defensa abierta de las
políticas públicas que favorecen a los blancos, la verdad es que las
leyes de inmigración han estado entre las piedras angulares más duraderas y
mejor defendidas del gobierno de Estados Unidos.
La primera legislación aprobada sobre la inmigración en
Estados Unidos, la Ley de Naturalización de 1790, declaró que para convertirse en ciudadano
había que ser una “persona blanca libre”. Esa fue la ley establecida del
país durante los siguientes 162 años, hasta 1952.
Todavía durante el siglo XX la Corte Suprema de Justicia
de Estados Unidos tuvo
casos que sostenían explícitamente que los inmigrantes asiáticos no podían ser
ciudadanos porque no eran blancos. Incluso después de 1952, el efecto
práctico de la política de inmigración continuó promoviendo a los blancos por
encima de otros, por medio de mecanismos como el Triángulo de Asia y el
Pacífico, que estableció un sistema de cuotas para restringir la inmigración
desde los países asiáticos.
Probablemente, a la mayoría de las personas les gustaría creer que la era del apoyo
público a las políticas de supremacía blanca ha terminado, pero gracias a la
timidez y reticencia retórica de los líderes progresistas y demócratas no lo
parecería. Cuando los demócratas tuvieron la influencia necesaria como
para exigir una votación sobre la protección para los dreamers, renunciaron a
ella porque temían las consecuencias electorales de ser percibidos como los
defensores de los derechos de los inmigrantes. Su estimación fue que los electores blancos en estados
indecisos tomarían represalias contra los candidatos demócratas, lo que
pondría en peligro las posibilidades de recuperar el congreso.
Dejando a un lado la moralidad, los cálculos electorales de los demócratas son
erróneos en dos aspectos cruciales. En primer lugar, subestiman la capacidad de los
blancos para superar el racismo y defender la justicia y la igualdad. La
campaña electoral de Trump apeló de manera muy poco velada a la ansiedad racial y al
descontento de los blancos en Estados Unidos.
Distintos estudios confirmaron que la ansiedad racial, a veces descrita como
“incomodidad cultural”, fue el factor determinante para muchos de los
partidarios de Trump. Y, sin embargo, el hecho de que Trump necesite hablar en
clave muestra que todavía existen límites a las declaraciones raciales
explícitas. En las elecciones de 2017, el aumento del apoyo entre los electores blancos para
Ralph Northam, candidato a gobernador de Virginia, y la candidatura al senado
de Doug Jones en Alabama demostraron que reafirmar el racismo también enajena a
los blancos.
El segundo error de cálculo de los demócratas es que pasan por alto el
potencial político y el poder del creciente número de electores no blancos en
Estados Unidos. Los demócratas necesitan ganar dos escaños que están en
manos de los republicanos para cambiar el control del Senado de Estados Unidos
y, según los resultados de las elecciones de 2016, los dos más probables están
en Arizona y Nevada. En
ambos estados, los electores latinos tienen el equilibrio del poder.
Hillary Clinton perdió Arizona por alrededor de 91.000 votos, y hubo más de 600.000 latinos
que tenían derecho al voto, pero no votaron en 2016. Los demócratas
ganaron Nevada en las últimas tres elecciones presidenciales, por lo que sería
fundamental atraer a esos electores en las encuestas para las próximas
elecciones. El margen para
garantizar la victoria en Nevada puede venir de los 150.000 latinos que pueden
votar, pero que no ejercen su derecho; el senador republicano actual
ganó sus últimas elecciones por menos de 12.000 votos.
Sin embargo, para entusiasmar a los electores que
necesitan, los demócratas deben librar públicamente la batalla en los pasillos
del congreso y, al mismo tiempo, gritar desde lo alto su solidaridad con los
sectores de la población que van en aumento. Pero muchos tienen tanto temor de alarmar a los votantes
conservadores y blancos que se limitan a susurrar declaraciones de lealtad y
amor en privado, y quizás un día lejano lo hagan en público.
La realidad es que a Trump se le ha hecho demasiado
tarde. Sus intentos de hacer que Estados Unidos sea más blanco están condenados
al fracaso porque la
revolución demográfica ya es irreversible. La fuerza impulsora de la diversidad en Estados Unidos ya
no es la inmigración, sino las tasas de natalidad y mortalidad. La mayoría de los bebés que
nacen son de color y
la mayoría de las personas que mueren son blancas. Los blancos ya son una minoría
entre todos los niños menores de 5 años, de modo que si toda la
inmigración cesa mañana, el
país está inexorablemente en el camino hacia una nueva realidad multirracial.
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