En
la actualidad existe un intenso debate sobre los hábitos alimentarios y su
influencia en aspectos como la salud, la preservación del medio ambiente
(biodiversidad, emisiones de gases de efecto invernadero, calentamiento
global…) o el bienestar animal.
De entre los alimentos que el hombre ingiere –recordemos que la especie
humana es omnívora–, son
los productos de origen animal los que actualmente están siendo cuestionados
por ciertos grupos de población.
Los
huevos fueron los primeros. Su consumo se relacionó con tasas elevadas
de colesterol y una mayor incidencia de enfermedades cardiovasculares (teorías
posteriormente matizadas). En menor medida, también la leche y actualmente, con
gran virulencia, la carne, tanto en lo que respecta a su producción como a su
consumo.
Haciendo un poco de historia, no viene mal recordar que la especie humana
consume carne desde hace dos millones de años. Así lo atestiguan los
últimos estudios realizados en el yacimiento de Olduvai (Tanzania), considerada
la cuna de la humanidad.
Tampoco está de más subrayar que eminentes paleontólogos defienden que la
introducción de la carne en la dieta humana supuso un antes y un después en la
evolución de los homínidos, ya que influyó en su desarrollo cognitivo.
Por último, recordamos que el proceso de domesticación,
que arranca hace
aproximadamente 10.000 años en el cercano oriente, supuso el comienzo de la
ganadería. Desde entonces, ha proporcionado a más de 400 generaciones,
ininterrumpidamente, carne y otros alimentos básicos para nuestra dieta. Por
tanto, es de justicia
reconocer la gran aportación que la ganadería supone y ha supuesto a lo largo
de la historia de la humanidad.
Sin embargo, desde hace unos años, algunos sectores de la sociedad
han comenzado a señalar al consumo de carne como uno de los mayores riesgos
para la salud humana. También indican que la producción de carne es uno
de los grandes causantes de los problemas medioambientales que nos afectan.
¿Es
mala la carne roja para la salud?
Respecto a la primera cuestión, la salud humana, el informe que en 2015 emitió la Agencia Internacional de Investigaciones sobre el Cáncer (IARC), órgano de la OMS, sobre la carcinogenicidad de la carne roja, supuso un punto de inflexión. El IARC clasificó la carne roja en el grupo 2A de la escala de agentes carcinógenos para humanos (escala que va de 1 a 3).
Sin embargo, se basó en una evidencia limitada. Según la OMS, se observó una asociación
positiva entre la carne roja y el cáncer, pero no se pueden descartar otras
explicaciones para las observaciones. Es decir, otros factores como el
sedentarismo y el tabaquismo podrían estar interaccionando.
La carencia de ensayos clínicos en humanos donde se estudie el efecto
dosis-respuesta debería ser otra razón para ser prudentes en esta cuestión.
Pero, a pesar de todo lo indicado, el mensaje que los medios, mayoritariamente,
trasladaron a la opinión pública, en forma de llamativos titulares, fue que el consumo de carne producía
cáncer.
Respecto a la segunda cuestión, los problemas
medioambientales, la publicación del informe que en 2019 emitió el Panel
Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), dependiente de
la ONU, supuso otro momento clave.
En
dicho informe se atribuyen a las actividades ganaderas unas emisiones directas
de 2,3 gigatoneladas (Gt) de CO₂ equivalente/año, un 5 % del
total de emisiones. Si se suman a esta cifra las emisiones indirectas
(fabricación de piensos, transporte, etc.), se alcanzaría un montante de 7,1 Gt
de CO₂
equivalente/año, un 14,5 % de todas la emisiones de origen antropogénico. Sin duda, esta es una cifra
significativa pero muy inferior a la generada por otras actividades humanas.
En este contexto, son cada vez más las iniciativas de los
ganaderos para incorporarse a la estrategia de la UE para combatir el cambio climático y la degradación
del medio ambiente, el Pacto Verde Europeo. Por señalar algún ejemplo de
ello, cabe destacar la European Rural Poultry Association ERPA que agrupa miles de granjas
avícolas familiares de toda Europa.
El informe del IPCC también señalaba que una forma de mitigar las emisiones
es adoptar dietas sostenibles en las que predominen más los alimentos de origen
vegetal y menos los de origen animal procedentes de producciones
intensivas.
Asimismo,
se indicaba que la carne artificial, junto con los insectos (aunque no se
conoce su huella de carbono) podrían favorecer dicho objetivo.
Dicho informe concluía:
“Las dietas equilibradas que incluyen alimentos de origen vegetal, como las basadas en cereales secundarios, legumbres, frutas y verduras, frutos secos y semillas, y alimentos de origen animal producidos en sistemas resilientes, sostenibles y con bajas emisiones de GEI ofrecen grandes oportunidades de adaptación y mitigación, a la vez que generan cobeneficios significativos para la salud humana”.
Este es el mensaje nítido que nos dejó el informe del
IPCC con respecto a nuestros hábitos alimentarios y el cambio climático. Sin
embargo, llegó nuevamente al ciudadano, a través de los medios y redes
sociales, anunciando que el consumo de carne era el gran responsable de las
emisiones de estos gases y del cambio climático.
En este clima de adversidad hacia la producción y el
consumo de carne, han ido surgiendo empresas que han conformado un nicho
propio. Estas se han
“apropiado” de denominaciones propias de la carne –que en ocasiones
producen confusión en el consumidor– y han asemejado su textura y color propios,
pero con componentes vegetales.
Recientemente,
en Israel, se ha abierto un sofisticado y singular restaurante donde se ofrece
carne artificial procedente de células de pollo cultivadas in vitro.
Asimismo, en Singapur ya ha sido autorizada la comercialización de esta carne.
Estas empresas dedicadas a la producción de carne artificial indican que se
fundamentan en la producción ética, ecológica, el bienestar animal y el
respeto al medio ambiente.
Pero ¿es
más ético y ecológico un proceso productivo que se basa en extraer células
vivas de un animal (su hábitat natural) para que proliferen en un entorno de
laboratorio (totalmente ajeno), en el que con frecuencia se utilizan
factores de crecimiento como el suero fetal bovino (FBS), que la ganadería
tradicional para producir carne? ¿No resulta paradójico que se señale el bienestar animal como otro de los
rasgos identificativos de estas empresas, cuando indican que esta forma
de producción no precisa de animales?
En este contexto, la ganadería tradicional continuará encargándose de
preservar hábitats de alto valor ecológico, como la dehesa o las zonas
de montaña. Se ocupará de conservar las razas autóctonas, de mantener limpias
las zonas boscosas y de pastos para prevenir los incendios. Además, dará vida a los pueblos
vacíos y, por supuesto, producirá alimentos sanos, ecológicos y de calidad
nutritiva y sensorial contrastada.
Por ello, los ganaderos tendrán que demostrar y convencer al
consumidor –que es quien tiene la última palabra– de las bondades de su
producto natural, cercano, sostenible e integrado en la economía circular, respetuoso con el medio ambiente
y con el bienestar animal. Ese es su reto.
Respecto a la primera cuestión, la salud humana, el informe que en 2015 emitió la Agencia Internacional de Investigaciones sobre el Cáncer (IARC), órgano de la OMS, sobre la carcinogenicidad de la carne roja, supuso un punto de inflexión. El IARC clasificó la carne roja en el grupo 2A de la escala de agentes carcinógenos para humanos (escala que va de 1 a 3).
“Las dietas equilibradas que incluyen alimentos de origen vegetal, como las basadas en cereales secundarios, legumbres, frutas y verduras, frutos secos y semillas, y alimentos de origen animal producidos en sistemas resilientes, sostenibles y con bajas emisiones de GEI ofrecen grandes oportunidades de adaptación y mitigación, a la vez que generan cobeneficios significativos para la salud humana”.
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