El sector financiero parece ser el más proclive a la
corrupción hoy día.
«La
corrupción no es patrimonio de nadie; es lamentablemente de todos. Y la misma
corrupción que puede haber en un partido político la hay en la sociedad en
general».
La frase la pronunció María Dolores de Cospedal,
secretaria general del PP. Más allá de cuestiones concretas, sus declaraciones
encierran un gran interrogante: ¿somos corruptos por naturaleza?
-Experimento 1: ¿El sector financiero es más proclive a
la corrupción?
En la Universidad de Zúrich han tratado de averigüarlo.
Para ello, realizaron un estudio del que se hace eco la revista Nature. Según
se cuenta en la publicación, se
envió un correo a 128 trabajadores de un banco internacional (no revelado).
A todos se les pidió que lanzaran una moneda al aire: cada vez que saliera
cara, recibirían 20 dólares. Nadie controlaba los resultados: su palabra
bastaba. Pero añadieron una variante: a un grupo se le hizo rellenar antes un cuestionario;
preguntas generales, como el número de horas que ven la tele. Al otro,
sin embargo, se les hizo preguntas relacionadas con su trabajo. Buscaban
recordarles su condición de empleados de banca. ¿El resultado? El primer grupo declaró un
promedio de 51,6 caras. Un resultado casi idéntico al 50 por ciento que
cabría esperar de manera aleatoria. El otro grupo dijo haber obtenido una media de 58,2 aciertos,
alejándose, a su favor, de la media. Cabe concluir, por tanto, de que
mintieron. Y lo hicieron teniendo muy presente su puesto de trabajo. Repitieron el estudio en otros
ámbitos industria, telecomunicaciones, farmacia y no observaron el mismo
fenómeno.
-Experimento 2: ¿A quién salvaría usted?
Hauser planteó a los sujetos de su investigación una
serie de dilemas morales que se han convertido ya en un clásico a la hora de
investigar las raíces de nuestra ética. Imaginemos un tren que viaja sin control. A poca
distancia hay una bifurcación en las vías: a un lado, un solo hombre, sin
posibilidad de escapatoria; al otro, cinco operarios trabajando, que
fallecerían si el tren fuese en su dirección. Si en nuestras manos está el que
el convoy se dirija en una u otra dirección, ¿qué hacemos? ¿Es lícito elegir matar a uno
para que sobrevivan otros cinco? Hasta 150.000 personas de 120 países distintos
han respondido de manera casi unánime: sí.
Pero, ¿y si la opción para salvar a los cinco
trabajadores fuese empujar a una persona que contempla la escena desde lo alto
de un puente? Si le tiramos a las vías, el tren le atropellará y descarrilará,
condenándole a una muerte segura, pero salvando cinco vidas. Aquí la mayoría decide que no.
Hauser observa que se produce una reacción muy similar en sujetos de distintas
culturas, edades, clases sociales, religiones...«De manera primitiva somos unos
ladronzuelos», explica Nikolaos, investigador de la Universidad de Reading y
coautor del artículo Patrones fisiológicos y de comportamientos en la
corrupción, publicado en diciembre en la revista Frontiers in Behavioral
Neuroscience. «Las tribus
robaban la comida a la tribu vecina, y es lo que tenemos inscrito de manera
primaria en nuestra mente: si consigues más comida, mejor. Pero al lado
de esto, surge algo más reflexivo que nos dice que no actuemos de este modo. Por
eso, cuando el tiempo de reacción es mayor, somos más prosociales». Esto es:
más proclives a tomar decisiones que ayuden al conjunto de la sociedad. Aurora
García-Gallego, coautora del estudio, añade: «Tenemos una naturaleza corrupta: el interés personal es
lo primero. Pero también somos capaces de considerar que vivimos en una
sociedad donde hay unos criterios éticos que son útiles para todos. Y que,
además, pueden implicar un castigo si nos los saltamos». El castigo y la
percepción social suponen un elemento de control fundamental, modulan nuestra
naturaleza esencialmente egoísta.
-Experimento 3: ¿Somos siempre justos?
Nuestra percepción de nuestra propia persona juega un
papel fundamental a la hora de inclinarse hacia un lado u otro de la balanza
del bien y el mal. El Nobel de Economía Vernon Smith hizo un experimento en el que distintos grupos de
personas debían resolver una serie de pruebas. A continuación les otorgaba una cantidad de
dinero a los que habían obtenido mejores resultados, pidiendo que lo
repartieran con otros grupos que habían afrontado sin éxito los mismos
problemas. Comprobó que no eran ecuánimes: invariablemente otorgaban menos dinero a los que habían
obtenido peores resultados. Consideraban que se habían ganado el privilegio de quedarse con la
parte más grande del pastel.
-Experimento 4: ¿Acataría la orden de un corrupto?
¿Y si la corrupción no fuese necesariamente nociva? ¿O
por lo menos no implicara el fin del sistema? A otra interesante conclusión
llegan Francisco Úbeda, profesor de biología evolutiva en la Universidad de
Tennessee, y Edgar Núñez, de Harvard. Haciendo uso de la teoría de juegos, crearon un modelo en el que los
individuos encargados de castigar a aquellos que no cooperaban podían actuar de
manera corrupta sin ser castigados: lo llamaron Juego de la corrupción.
En un burdo paralelismo con nuestra sociedad, los primeros serían, por ejemplo,
jueces y policías: encargados de velar por el cumplimiento de la ley, pero con
un margen superior al resto a la hora de eludir su rigor.
Resultado: aunque los primeros hicieran trampas, los demás seguían cooperando.
El miedo al castigo les
hacía obedecer las normas aunque supieran o sospecharan que el árbitro se las
estaba saltando. En palabras de Úbeda: «Los ejecutores de la ley a
menudo disfrutan de privilegios. Pero al mismo tiempo eso resulta en un mayor
respeto a la ley». Eso sí, siempre que la desigualdad asociada al poder se
mantenga en unos niveles bajos.
Una corrupción excesiva, según
sus experimentos, lleva a la desintegración social.
Y se acaba el juego….
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