Para
que nuestra sociedad se mantenga libre y abierta, deben aprender el valor de
una discrepancia abierta, así que dejemos de decirles que si no están de
acuerdo con alguien es de buena educación quedarse callados.
Cuando Wilbur y Orville Wright finalizaron su vuelo en el
Kitty Hawk, los estadounidenses celebraron su lazo fraterno. Los hermanos
crecieron jugando juntos, aparecieron en los periódicos y construyeron juntos
un avión. Incluso decían
que “pensaban juntos”.
Así
son nuestras imágenes de la creatividad: llenas de paz y armonía.
Creemos que la innovación es algo mágico que sucede cuando las personas
encuentran la sincronía. Las melodías de Rodgers se mezclan con las letras de
Hammerstein. Por eso, una
de las normas sagradas de la lluvia de ideas es “guardarse las críticas”.
El objetivo es que las personas construyan a partir de las ideas de los demás,
no que las desechen. Pero así no ocurre la creatividad.
Cuando los hermanos Wright hablaban de que pensaban
juntos, lo que en realidad
querían decir era que discutían juntos. Una de sus decisiones
fundamentales consistió en el diseño de una hélice para su avión. Riñeron
durante semanas, a menudo gritándose durante horas.
“Luego de largas discusiones a
menudo nos descubrimos en la posición ridícula de estar convencidos de lo que
el otro pensaba”, reflexionaba Orville, “sin que hubiera un consenso, como cuando habíamos
comenzado”. Solo hasta que ya habían diezmado los argumentos del otro se
daban cuenta de que ambos estaban equivocados. No necesitaban una hélice sino
dos, que pudieran girar en direcciones opuestas para generar una especie de ala
rotativa. “No creo que se
hayan molestado de verdad”, se maravilló su mecánico, “pero sí que la
discusión fue bastante acalorada”.
La
habilidad de acalorarse sin molestarse (tener una discusión que no se
vuelva personal) es
crucial para la vida. Pero es una habilidad que pocos padres enseñan a
sus hijos. Deseamos darles un hogar estable, así que evitamos que los hermanos
peleen y los adultos discutimos a puerta cerrada. Pero, si los niños no están
expuestos jamás a las discrepancias, terminaremos limitando su creatividad.
Hemos
aprendido que el pensamiento grupal es un problema desde hace tiempo: hemos
presenciado guerras funestas que se desatan cuando se acallan las voces
inconformes. Pero
enseñar a los niños a discutir es más importante que nunca. Hoy vivimos
en una época en la que en los campus universitarios se silencian voces que
podrían ser ofensivas, una época en la que la política se ha vuelto un tema
intocable en muchos círculos, aún más incómodo que los temas religiosos o raciales. Debemos
ser más inteligentes: nuestro sistema legal se basa en la idea de que las
discusiones son necesarias para la impartición de justicia. Para que nuestra sociedad se
mantenga libre y abierta, los niños deben aprender el valor de una discrepancia
abierta.
A menudo sucede que los adultos que son muy creativos
crecieron en familias donde había mucha tensión. No peleas con puños e
insultos, sino con discordancias verdaderas. Cuando se les pidió a adultos de
30 años que escribieran historias imaginarias, las más creativas pertenecían a
aquellos cuyos padres habían tenido más conflictos un cuarto de siglo antes. Sus padres tenían visiones
opuestas acerca de cómo criar a los hijos. Tenían valores, actitudes e
intereses distintos. Y cuando arquitectos y científicos sumamente
creativos eran comparados con sus colegas de habilidades técnicas similares,
los innovadores eran aquellos en cuyas familias hubo más fricciones. Tal como
lo describió el psicólogo Robert Albert: “La persona que será creativa proviene de una familia que
es cualquier cosa menos armoniosa, una familia que se ‘tambalea’”.
Wilbur y Orville Wright provenían de una familia
tambaleante. Su padre, que era predicador, nunca se topó con una lucha moral
que no estuviera dispuesto a tener. Lo vieron chocar contra las autoridades
escolares, a quienes no les agradaba mucho la decisión de dejar que sus hijos perdieran
medio día de clases de vez en cuando para ser autodidactas. Su padre creía tanto en aceptar
las discusiones que, a pesar de ser obispo en la iglesia local, tenía en su
biblioteca una gran cantidad de libros escritos por ateos… y animaba a
sus hijos a leerlos.
Si en contadas ocasiones presenciamos una disputa,
aprendemos a alejarnos de la amenaza de conflicto. Presenciar discusiones y
participar en ellas nos vuelve más resistentes. Desarrollamos la voluntad de pelear batallas a
contracorriente y nos da la habilidad de ganarlas, así como la resiliencia de
perder una batalla hoy sin perder nuestra determinación a futuro. Para
los hermanos Wright, las discusiones eran el pan de cada día y una batalla
feroz era digna de saborearse. El conflicto era algo que había que aceptar y
resolver. “Me gusta pelear con Orv”, decía Wilbur.
Pero los hermanos Wright no estaban solos. Los Beatles
peleaban por los instrumentos, las letras y las melodías. Elizabeth Cady
Stanton y Susan B. Anthony discutían acerca de la forma correcta de ganarse el
derecho al voto. Steve Jobs y Steve Wozniak discutieron sin cesar mientras
diseñaban la primera computadora Apple. Ninguno de estos individuos tuvo éxito a pesar del drama,
sino que prosperaron gracias a eso. Los grupos de lluvias de ideas generan un
16 por ciento más de ideas cuando se alienta a sus miembros a criticarse entre
sí. Las ideas más creativas en las compañías chinas de tecnología y las
mejores decisiones en los hospitales estadounidenses provienen de equipos que
ya han pasado por verdaderas discusiones. Los laboratorios innovadores en microbiología no están
llenos de colaboradores entusiastas que se animan entre sí, sino de científicos
escépticos que desafían las interpretaciones de los demás.
Si nadie discutiera jamás, muy probablemente no
renunciaríamos a viejas formas de hacer las cosas, y ni hablar de intentar
probar nuevas. Los desacuerdos son el antídoto para el pensamiento grupal.
Cuando estamos fuera de sincronía estamos en nuestro punto más imaginativo. No hay
mejor momento que la niñez para aprender a repartir palo y a recibirlos.
Mientras crecía, Samuel Johnson veía que sus padres
discutían con frecuencia. Él
describió a su familia como “un pequeño reino dividido por facciones y expuesto
a revoluciones”. Después escribió uno de los más importantes
diccionarios de la historia, que tuvo un impacto duradero en la lengua inglesa
y que no fue sustituido sino hasta la llegada del Oxford English Dictionary,
más de un siglo después. ¿Quién habría estado más motivado y calificado para
limpiar un idioma desastroso que alguien cuyo hogar era exactamente igual de
desastroso?
Los
niños necesitan aprender el valor de los desacuerdos reflexivos. Tristemente,
muchos padres les enseñan a sus hijos que si no están de acuerdo con alguien es
de buena educación quedarse callado. Tonterías. ¿Y si enseñáramos a los
niños que quedarse callado es de mala educación? Es una falta de respeto hacia
la capacidad de la otra persona de tener una discusión civilizada, y también
hacia el valor de la opinión y la voz propia. Es una muestra de respeto
preocuparnos tanto por la opinión de alguien como para estar dispuestos a
rebatirla.
También
podemos ayudar teniendo discusiones abiertas frente a los niños. Muchos padres
ocultan sus conflictos: quieren presentar un frente unido y no quieren que los
niños se preocupen. Pero cuando los padres están en desacuerdo, los
niños aprenden a pensar solos. Descubren que ninguna autoridad monopoliza la
verdad. Se vuelven más tolerantes ante la ambigüedad. En lugar de conformarse
con las opiniones de otros, confían en su propio juicio.
Al
parecer, la frecuencia con la que los padres discuten no es importante, sino
cómo manejan las discusiones cuando se presentan. Según Albert, el
psicólogo, la creatividad tiende a florecer en las familias que presentan
“tensión y seguridad”. En un estudio reciente realizado en niños de 5 a 7 años,
aquellos cuyos padres discutían de forma constructiva se sentían mucho más
seguros. Durante los siguientes tres años, aquellos niños mostraron mayor
empatía y preocupación hacia los demás. Eran más amistosos y comedidos con sus compañeros de
clase.
En
lugar de tratar de evitar las peleas, deberíamos poner como ejemplo conflictos
amables y enseñar a los niños cómo estar en desacuerdo sanamente. Podemos
comenzar con cuatro reglas:
•
Hazlo ver como un debate y no como un conflicto.
•
Argumenta como si estuvieras en lo correcto, pero escucha como si
estuvieras equivocado.
•
Interpreta con todo respeto la perspectiva de la otra persona.
•
Reconoce los puntos en los que coincides con tus críticos y lo que has
aprendido de ellos.
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