La
practicidad es la fuerza más subestimada y menos comprendida del mundo actual.
Como rectora de las decisiones humanas, podría no ofrecer la emoción ilícita de
los deseos sexuales inconscientes de Freud ni la elegancia matemática de los
incentivos económicos. La practicidad es aburrida. Pero aburrido no es lo mismo
que trivial.
En los países desarrollados del siglo XXI, la practicidad (es decir, las
formas más eficientes y sencillas de realizar las tareas personales) ha surgido como la fuerza más
poderosa que moldea nuestra vida y economía a nivel personal. Esto es
así sobre todo en Estados Unidos donde, a pesar de todos los himnos a la
libertad y la individualidad, a veces nos preguntamos si el valor supremo no es
más bien la practicidad.
Como Evan Williams, cofundador de Twitter, expresó hace
poco: “La practicidad
decide todo”. Al parecer, toma las decisiones por nosotros, superando lo que
nos gusta creer que son nuestras verdaderas preferencias (yo prefiero
preparar mi café, pero el instantáneo de Starbucks es tan práctico que casi
nunca hago lo que “prefiero”). Lo fácil es bueno, lo que es más fácil es mejor.
La
practicidad es la capacidad de hacer que otras opciones sean impensables.
Una vez que has utilizado una lavadora, lavar ropa a mano parece irracional,
incluso aunque resulte más económico. Una vez que conoces la televisión sin interrupciones,
esperar a ver un programa a una hora determinada parece tonto e incluso un poco
indigno. Resistirse a la practicidad (no tener un teléfono móvil, no
usar Google) requiere una dedicación especial que a menudo se interpreta como
excentricidad, si no es que fanatismo.
Con toda su influencia para moldear las decisiones
individuales, el gran
poder de la practicidad quizá surja de las decisiones tomadas de forma
colectiva, aspecto por el que influye en la economía moderna. En
particular en la industria relacionada con la tecnología, la batalla por la
practicidad es la batalla por el dominio de la industria.
Los
estadounidenses decimos que valoramos la competencia, la multiplicación de
opciones para los ciudadanos. Sin embargo, nuestro gusto por la practicidad genera más dependencia,
mediante una combinación de la economía de escala y el poder del hábito. Mientras más sencillo es
utilizar Amazon, más poderoso se vuelve. La practicidad y el monopolio parecen ser aliados
naturales.
Dado el crecimiento de la practicidad (como ideal, valor
y modo de vida) vale la
pena preguntarnos cuál es el efecto de esa obsesión en nosotros y en nuestros
países. No me
gustaría sugerir que la practicidad es una especie de mal. Facilitar las cosas no tiene
nada de retorcido. Por el contrario: a menudo abre posibilidades que
alguna vez parecieron fastidiosas y simplifica las cosas, en especial, para
quienes son más vulnerables a las tareas incómodas de la vida.
No obstante, nos equivocamos al asumir que la practicidad siempre es buena,
puesto que tiene una compleja relación con otros ideales que atesoramos. Aunque
se considera y se promueve como un instrumento para la liberación, tiene un lado oscuro. Con
su promesa de eficiencia llana y sin esfuerzo, amenaza con borrar el tipo de problemas y desafíos que
contribuyen a dotar la vida de significado. Al ser creada para
liberarnos, puede convertirse
en una limitación de lo que estamos dispuestos a hacer y, así, nos
esclaviza de una manera muy sutil.
Sería
perverso adoptar lo poco práctico como regla general, pero cedemos
demasiado cuando dejamos que los métodos fáciles decidan todo.
La practicidad como la conocemos es un producto de
finales del siglo XIX y principios del XX, cuando se inventaron y comercializaron dispositivos que
ayudaban a aminorar la carga de trabajo. Entre los hitos se encuentran
los primeros “alimentos
prácticos” como el cerdo y los frijoles enlatados y la avena Quaker; las
primeras lavadoras de ropa; productos de limpieza como el polvo para fregar, y
otras maravillas que incluyen la aspiradora eléctrica, la mezcla instantánea
para pastel y el horno de microondas.
La practicidad
fue la versión doméstica de otra idea del siglo XIX, la eficiencia
industrial, y su compañera la “organización del trabajo”, que representaron la
adaptación del espíritu de la fábrica a la vida doméstica.
Sin importar lo mundana que hoy parezca la practicidad,
el gran elemento que ha liberado a la raza humana del trabajo fue un ideal
utópico. Al ahorrar tiempo
y eliminar las tareas fastidiosas, creó espacio para el ocio y con él llegó la
posibilidad de dedicar tiempo al aprendizaje, a los pasatiempos y a cualquier
cosa que representara un interés real. La practicidad proporcionó a la
población en general el tipo de libertad para ser autodidacta que en
determinado momento estuvo disponible únicamente para la aristocracia. De este
modo, la practicidad
también fue un gran nivelador.
Esta idea (la de la practicidad como liberación) podría
ser embriagante. Sus representaciones más estimulantes se encuentran en la ciencia ficción y las
figuraciones futuristas de mediados del siglo XX. De publicaciones serias
como Popular Mechanics y espectáculos bobos como Los Supersónicos aprendimos que la vida del futuro sería
completamente práctica. Los alimentos se prepararían con solo presionar
un botón. Las aceras en movimiento eliminarían la molestia de caminar. La ropa
podría limpiarse sola o quizá autodestruirse luego de usarla durante un día. Por fin se contemplaba acabar
con el esfuerzo de la existencia.
El
sueño de la practicidad tiene su fundamento en la pesadilla del trabajo físico.
Pero ¿acaso el trabajo físico siempre es una pesadilla? ¿De verdad queremos
emanciparnos por completo de esas labores? Quizá nuestra humanidad se expresa a
veces en acciones incómodas y búsquedas que requieren tiempo. Quizá es por ello que con cada
avance en la practicidad, siempre ha habido quienes se le resisten. Se
resisten por terquedad, sí (y porque pueden darse el lujo de hacerlo), pero
también porque ven una amenaza en la percepción de su persona, de su sentido de
control sobre las cosas que les importan.
Hacia
finales de la década de los sesenta comenzó a bullir la primera revolución de
la practicidad. La idea de una practicidad total ya no parecía la mayor
aspiración de la sociedad. Esta
significaba conformidad. La contracultura trataba acerca de la necesidad de las personas de
expresarse, de cumplir con su potencial individual, de vivir en paz y armonía
con la naturaleza en lugar de buscar constantemente superar sus molestias.
Tocar la guitarra no era práctico. Cultivar tus propias hortalizas o arreglar
tu propia motocicleta tampoco lo era. No obstante, a todo ello se le dotaba de
un valor, o mejor aún, se le veía como un resultado. De nuevo, las personas buscaban la individualidad.
Tal vez era inevitable, entonces, que la segunda ola de tecnologías de
la practicidad (el periodo en que vivimos actualmente) se apropiara de
este ideal.
Favoreció la individualidad.
Podríamos marcar el inicio de este periodo con el
surgimiento del reproductor Walkman de Sony en 1979. Con él podemos ver un
cambio sutil, pero fundamental, en la ideología de la practicidad. Si la primera revolución de la
practicidad prometía facilitar la vida y el trabajo, la segunda prometía
facilitarte ser tú. Las nuevas tecnologías eran catalizadoras de la
yoidad y conferían de eficacia a la expresión del ser.
Pensemos
en el hombre de principios de la década de los ochenta, caminando por la calle
con su Walkman y sus audífonos. Está encerrado en un entorno acústico de
su elección. Disfruta, en público, el tipo de expresión de sí mismo que alguna
vez experimentó en privado. Una
nueva tecnología le facilita demostrar quién es, aunque sea solo para sí.
Se pavonea por el mundo y es protagonista de su propia película.
Esta visión es tan seductora que ha llegado a dominar
nuestra existencia. La
mayoría de las tecnologías poderosas y relevantes creadas durante las últimas
décadas proporcionan practicidad en la forma de servicios de personalización e
individualidad. Pensemos en la videocasetera, las listas de
reproducción, la página de Facebook, la cuenta de Instagram. Este tipo de
practicidad ya no trata de ahorrarnos el trabajo físico; de cualquier modo
muchos de nosotros ya no nos esforzamos tanto. Se trata de reducir los recursos y esfuerzos mentales
necesarios para elegir entre las opciones que expresan nuestro ser. La
practicidad es un clic, las compras en un solo lugar, la experiencia
ininterrumpida del “Listo para reproducir”. Se aspira a la preferencia personal
sin esfuerzo.
Por
supuesto, estamos dispuestos a pagar por la practicidad más de lo que a menudo
nos percatamos. Durante finales de la década de los noventa, por
ejemplo, las tecnologías de distribución de música como Napster hicieron
posible compartir música en línea sin costo y mucha gente se aprovechó de ello.
Pero aunque sigue siendo sencillo obtener música gratuita, en realidad ya nadie
lo hace. ¿Por qué? Porque
la introducción de la tienda iTunes en 2003 hizo que comprar música fuera más
práctico que descargarla de forma ilegal. Lo práctico derrotó a lo gratuito.
A medida que las tareas se vuelven más sencillas, la
creciente expectativa de la practicidad ejerce una presión para que todo lo
demás se torne más fácil o quede relegado. La inmediatez nos ha malcriado y nos molestan las tareas
que siguen requiriendo los antiguos niveles de tiempo y esfuerzo. Cuando
puedes ahorrarte la fila y comprar boletos para un concierto desde tu celular,
esperar en la fila para votar es muy fastidioso. Esto es aplicable sobre todo a quienes nunca han tenido
que esperar en una fila (lo que explica los bajos índices de jóvenes que acuden
a votar).
La verdad paradójica a la que me dirijo es que las
tecnologías de individualización de la actualidad son tecnologías de
individualización en masa. La
personalización puede ser sorprendentemente homogeneizante. Todos, o
casi todos, están en Facebook: es la forma más conveniente de mantenerte al día
respecto a tus amigos y tu familia, quienes en teoría deben representar lo
singular de tu ser y tu vida. Sin embargo, Facebook parece equipararnos a
todos. Su formato y sus convenciones nos desproveen de todo excepto las expresiones más superficiales de
individualidad, como la fotografía de la playa o la cadena montañosa que
elegimos como imagen de fondo.
No
busco negar el hecho de que facilitar las cosas sea de utilidad en aspectos
relevantes al brindarnos muchas alternativas (de restaurantes, servicios
de taxi, enciclopedias de código abierto), cuando solíamos tener muy pocas o
ninguna. Pero ser una persona consiste, en parte, en tener opciones y elegir. También consiste en la
forma en que enfrentamos los problemas que se nos presentan, superamos desafíos
y cumplimos con tareas complicadas (los problemas que contribuyen a determinar
quiénes somos). ¿Qué
sucede con la experiencia humana cuando se eliminan tantos obstáculos,
impedimentos, requisitos y preparativos?
El culto actual a la practicidad no reconoce que la
dificultad sea una característica que conforma la experiencia humana. La practicidad es puro destino
sin viaje. Pero escalar una montaña es distinto de subir en el carrito
hasta la cima, aunque llegues al mismo lugar. Nos estamos convirtiendo en personas a quienes les
importan solo, o principalmente, los resultados. Estamos en riesgo de
experimentar gran parte de nuestra vida desde los carritos transportadores.
La practicidad debe servir a un propósito mayor que el
propio, para que no conduzca a más practicidad.
Una
de las consecuencias indeseables de vivir en un mundo donde todo es “fácil” es
que la única habilidad relevante es la de ser una persona multitareas.
Llevado al extremo, terminamos
por no hacer nada en realidad; simplemente organizamos lo que debe hacerse, lo
cual es una base poco sólida para una vida.
Necesitamos abrazar inconscientemente la incomodidad… no
siempre, pero sí la mayoría de las veces. Hoy, la individualidad se ha reducido
a tomar al menos algunas decisiones poco prácticas. Ya no debes batir tu propia mantequilla ni cazar
la carne que comerás, pero si deseas ser alguien, no puedes permitir que la
practicidad sea el valor que está por encima de los demás. Las dificultades no siempre son
un problema. En ocasiones las dificultades son la respuesta a la
pregunta “¿Quién soy?”.
Aceptar la falta de practicidad podría sonar raro, pero
ya la aceptamos sin pensar en ella como tal. Como si tratáramos de ocultar el problema, buscamos
nombrar nuestras elecciones poco prácticas de otras maneras, como pasatiempo,
entretenimiento, vocación, pasión. Estas son actividades no
fundamentales que ayudan a definirnos. Nos recompensan con el carácter pues
involucran un encuentro con una resistencia significativa (con las leyes de la
naturaleza, los límites de nuestro cuerpo), como al tallar madera, mezclar
ingredientes, arreglar un electrodoméstico descompuesto, escribir en código,
contar el tiempo entre un ola y la siguiente o enfrentar el momento en el que las piernas y pulmones
de un corredor se rebelan en su contra.
Dichas actividades requieren tiempo, pero también nos lo
proporcionan. Nos exponen
al riesgo de la frustración y el yerro, pero también nos enseñan algo
acerca del mundo y nuestro lugar en él.
Así
que reflexionemos acerca de la tiranía de la practicidad, intentemos
resistirnos más a menudo a su poder de estupefacción y veamos qué sucede. No debemos olvidar jamás la
alegría de hacer algo con lentitud y algo complicado, de tener la
satisfacción de no hacer lo que resulta más sencillo. La constelación de las
elecciones poco prácticas podría
ser todo lo que se encuentra entre nosotros y una vida de total y eficiente
conformidad.
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