Todos
aquí quieren saber qué pasará con el Tratado de Libre Comercio de América del
Norte, el TLCAN, que ha vinculado estrechamente las economías de México, Canadá
y Estados Unidos durante más de dos décadas. El presidente de Estados
Unidos, Donald Trump, ha descrito al TLCAN como “el peor tratado de la
historia”, pero ¿realmente acabará con él?
Hasta
hace unos cuantos días, yo estaba bastante seguro de que no lo haría.
Suponía que negociaría algunos cambios menores al tratado, se declararía
victorioso y seguiría su camino. Los mercados parecían concordar: el peso mexicano cayó después de que
Trump fue electo, pero luego se recuperó y se concretó el veredicto de que no
pasaría nada terrible.
Sin embargo, he estado revisando esta perspectiva a la
luz de los eventos recientes, en especial el berrinche de Trump respecto del
sistema de salud en Estados Unidos. Echar abajo el TLCAN sería terrible para México y muy malo para EE. UU.
Afectaría importantes intereses comerciales estadounidenses, que han pasado
décadas construyendo sus estrategias competitivas con base en un mercado
norteamericano integrado. Pero podría ser bueno para el frágil ego de
Trump. Y esa es una razón para temer lo peor.
Comencemos por aceptar que, aunque el TLCAN condujo a un
rápido crecimiento tanto de las exportaciones de México hacia Estados Unidos
como de EE. UU. hacia México, no ha cumplido con las expectativas de algunos de sus proponentes.
En 1994, cuando el tratado entró en vigor, muchas
personas esperaban que impulsara un rápido crecimiento de la economía mexicana,
y no lo hizo. Algunos de
sus proponentes también argumentaban que Estados Unidos tendría grandes
superávits en su comercio con México; de hecho, después de su crisis
financiera de 1995, fue más bien México el que comenzó a tener superávits
comerciales.
Y
más aún, el creciente comercio dañó definitivamente a algunos trabajadores
estadounidenses. Algunas empresas de Estados Unidos despidieron a sus obreros y
trasladaron la manufactura a México (aunque otras añadieron empleos para
producir bienes destinados a los mercados mexicanos u obtuvieron una ventaja
competitiva a partir de su capacidad de adquirir componentes de proveedores
mexicanos).
De
cualquier manera, los costos provocados por el TLCAN fueron mucho menores que
los creados por las importaciones de China —y a su vez estos fueron
mucho menores que los creados por la cambiante tecnología— o la caída de los salarios de
los camioneros —que reflejó la falta de regulaciones y el colapso del poder
sindical—, los cuales no tenían nada que ver con el TLCAN. Aun así, el
tratado causó algo de dolor real.
No obstante, admitir esta desagradable realidad no tiene casi nada que ver con la
pregunta sobre qué hacer ahora. Los trastornos provocados por el TLCAN
pertenecen, en su mayoría, al pasado.
Ahora
vivimos en una economía norteamericana construida sobre la realidad del libre
comercio. En particular, las manufacturas estadounidenses, canadienses y
mexicanas están profundamente entrelazadas. Muchas plantas industriales se construyeron precisamente
para sacar provecho de nuestra integración económica, y compran o venden a
otras plantas industriales del otro lado de la frontera.
En consecuencia, romper o reducir el TLCAN tendría los mismos
efectos disruptivos que tuvo su creación: algunas plantas cerrarían, algunos trabajos
desaparecerían, algunas comunidades perderían su sustento. Y sí, muchos
negocios —pequeños, grandes y, en algunos casos, gigantes— perderían muchos miles de
millones de dólares.
Y no se trata solo de la manufactura. ¿Qué creen que pasaría con los
agricultores de Iowa si perdieran uno de sus mercados más importantes de maíz?
Lo que yo y otros habíamos estado suponiendo es que estas
realidades detendrían la mano de Trump. Independientemente de la ignorancia que pudiera tener
respecto de las realidades del comercio norteamericano, asumimos que al
final se resistiría a enemistarse con las grandes empresas y los grandes
capitales.
Pero ahora no estoy tan seguro.
Para empezar, las negociaciones del TLCAN están saliendo
mal. Las demandas de Estados Unidos —que exige que haya una renovación
quinquenal y quita a las empresas la capacidad de apelar acciones
gubernamentales— socavan
la predecibilidad y la seguridad del acceso futuro a los mercados, que era el
punto principal del tratado comercial.
Mientras tanto, documentos filtrados que publicó The Washington Post
muestran a consejeros clave del gobierno de Estados Unidos atribuyendo
prácticamente cualquier mal social, desde el abuso conyugal al divorcio, a la
pérdida de trabajos en manufactura. Y sabemos que el gobierno cree
incorrectamente que los tratados comerciales son la causa de la pérdida de esos
empleos.
Lo
más importante es ver lo que Trump ha estado haciendo con ese abierto y alegre
sabotaje al sistema de atención a la salud estadounidense. Como si no
importaran los enormes costos humanos que está imponiendo, ni siquiera sigue
ninguna estrategia política viable, y tanto él como su partido muy
probablemente serán acusados por los daños, con justa razón. Además, sus acciones les
costarán a las grandes empresas —aseguradoras y proveedores de atención a la
salud— miles de millones de dólares. Incluso ha estado presumiendo de
cuánto ha dañado los precios de sus acciones.
Así que ahora hemos visto a Trump afectar deliberadamente
a millones de personas e infligir miles de millones de pérdidas en una
industria importante por mero odio. Si está dispuesto a hacer eso con la atención a la salud, ¿por qué no
habríamos de asumir que hará lo mismo con la política de comercio
internacional?
Por
lo tanto, el TLCAN está en peligro real. Si de hecho queda destruido, la única
pregunta es si las consecuencias serán horribles o extremadamente horribles
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