Existe
una creciente y comprensible oposición a la tendencia de China a adquirir
compañías capitalistas extranjeras, que para algunos implica llevar el
liberalismo económico a un extremo absurdo; pero la diseminación del capital chino
debe traer beneficios a sus destinatarios, y al mundo como un todo.
Muchos factores han llevado en los últimos años al
resurgimiento del capitalismo de Estado. Alrededor de la quinta parte del valor
del mercado global de valores se asienta actualmente en esas firmas, más del
doble del nivel que tenían hace 10 años.
El
mundo rico ha tolerado antes el crecimiento de estas economías, pero China es
diferente, ya que es la segunda mayor economía del mundo y en su momento,
podría superar a EUA.
Sus firmas son gigantes que están comenzando a utilizar sus
amplios recursos en el extranjero y hoy poseen exactamente el 6% de la
inversión global en el negocio internacional.
Su
crecimiento natural puede ser turboalimentado por su amplia cantera de ahorros,
que hoy son ampliamente invertidos en bonos gubernamentales de países ricos y
mañana podrían se usados para comprar compañías y protegerla contra las
devaluaciones de los países ricos y sus posibles morosidades. Las firmas chinas
se están haciendo globales para adquirir materias primas y conocimientos
técnicos, y para ganar acceso a los mercados foráneos, pero responden a un
Estado que muchos países consideran un competidor estratégico y no un aliado. A
menudo elige ejecutivos, hace acuerdos directos y los financia a través de
bancos estatales, y una vez compradas, las firmas de recursos naturales pueden
convertirse en sus suministradores cautivos.
La idea
de que el gobierno chino llegue a dominar el capitalismo global no es muy
atrayente, ya que los recursos serían asignados por funcionarios y no por el
mercado. La política y no las ganancias guiarían las decisiones.
En respuesta, Australia y Canadá, que una vez fueron
mercados abiertos, están creando barreras a las firmas chinas respaldadas por
el Estado, sobre todo en relación a los recursos naturales, y otros países se
están tornando menos acogedores también. Pero China está lejos de representar este tipo de
amenaza: la mayoría de sus firmas solo trata de acomodarse a una nueva
situación y en cuanto a recursos naturales, no está ni cerca de controlar los
suficientes suministros para aparejar el mercado para la mayoría de los
artículos básicos.
Tampoco el sistema de
China es tan monolítico como se asume desde afuera. Y si las compañías chinas
propiedad del Estado manejaran sus adquisiciones según la política y no por las
ganancias, eso no importaría mientras que otras firmas puedan satisfacer las
necesidades de los consumidores. Y si arrojan capital subsidiado por el mundo,
EUA y Europa podrían usar ese dinero. El peligro de que el capital barato chino
pueda minar a sus rivales se enfrenta mejor acudiendo a la ley de la
competencia que evitando las inversiones.
Y no
todas las compañías chinas son dirigidas por el Estado, muchas son
independientes e interesadas en las ganancias y a menudo están yendo a invertir
al extranjero. Pero la influencia no va a ir solo en un sentido, para
triunfar en el extranjero, los chinos se tendrán que adaptar, contratando
gerentes locales, invirtiendo en investigaciones locales y aquietando
preocupaciones locales. El avance de China puede traer beneficios más allá del
meramente comercial. A medida que invierta en la economía global, sus intereses
estarán cada vez más alineados con los del resto del mundo; y el entusiasmo por
la cooperación internacional puede crecer. Rechazar los avances de China sería
un perjuicio para las futuras generaciones, así como una declaración
profundamente pesimista sobre la confianza del capitalismo en sí mismo.
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