La cara
y la cruz del modelo agrícola transgénico
El
cultivo de productos transgénicos es una realidad en países como Estados
Unidos, México y Brasil, si bien se trata de una actividad muy
cuestionada porque supone una amenaza para los ecosistemas y para la salud de
sus consumidores.
Aún
así, en los últimos años se ha registrado un fuerte aumento de hectáreas
cosechadas. Brasil
es uno de los países donde más está calando este tipo de cultivos. A
través de cultivos como el maíz, diferentes variedades de soja y de caña de
azúcar, el país suramericano se sitúa segundo en el ránking mundial de
superficie de cultivos biotecnológicos, tras Estados Unidos (que produce 64 millones de hectáreas al
año), con una producción anual, en 2009, de 21,4 millones de hectáreas. Brasil ha desplazado en el
segundo puesto por superficie a Argentina que, especializado en cultivos
se soja, maíz y algodón, cuenta con 21,3 millones de hectáreas.
Sin embargo, este tipo de agricultura ha suscitado grandes
críticas en algunos países desarrollados, sobre todo en Europa, porque se teme
que sea perniciosa para el medio ambiente y para la salud. España, Portugal, República
Checa, Eslovaquia, Polonia y Rumania han apostado por este sistema de
producción frente a Austria, Francia, Alemania, Grecia, Hungría y Luxemburgo,
donde se han prohibido. Algunos expertos consideran que este rechazo
obedece a criterios ideológicos y económicos y no a criterios científicos.
A este respecto, Alda Lerayer, directora ejecutiva del
Consejo de Informaciones sobre Biotecnología de Brasil (CIB), comenta: “Uno de
los mitos sobre los organismos modificados genéticamente es que acaban con la
biodiversidad, cuando ésta es fundamental para mejorar y desarrollar la
genética”. Aún así, según la regulación brasileña vigente, la distancia entre
un cultivo convencional y uno transgénico debe ser igual o superior a 100
metros. No obstante, la
normativa también permite reducir esta distancia a 20 metros y plantar 10 filas
del cultivo tradicional junto al transgénico, para evitar que se mezclen.
Todos
los productos lácteos que se consumen en el mundo tienen bacterias transgénicas,
sólo que en algunos países no se consideran como tal, sino como aditivos, y no
hay obligación de ponerlo en la etiqueta”. Por eso insiste en que no hay riesgo ni para los animales
ni para las personas porque el gen original está controlado y, si se generan
problemas, éstos son detectados tanto durante el proceso como después.
Lo que está claro es que, con independencia de la controversia, esta nueva
forma de entender la agricultura ha llegado para quedarse. Por eso, los
expertos alertan sobre la
desventaja que tendrán respecto al resto del mundo los países que no apuesten
ahora por esta tecnología.
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