Más
hombres negros asesinados por la policía… uno en Tulsa, Oklahoma, y otro en
Charlotte, Carolina del Norte. Más protestas e incluso disturbios.
Otro ciclo en el que la televisión explota la pornografía
de la muerte, el dolor y la angustia de los estadounidenses negros para ofrecer un espectáculo
visual y aumentar los índices de audiencia.
También es otro momento en que nos enfocamos en casos,
motivos y protestas individuales en vez de reconocer que somos testigos de una
ola de actos que brotan en todo el país, el resultado de heridas culturales
acumuladas —me atrevería a decir que es un grito primigenio— y un intento frenético de
restañar el sangrado de nuevas heridas que se multiplican.
Ya no podemos permitirnos creer el delirio de que este
momento de agitación se trata de casos aislados o de una disposición específica
bajo la ley. El sistema de
justicia está siendo cuestionado. Los mecanismos culturales que produjeron ese
sistema también están siendo cuestionados. Estados Unidos, como un todo, está
siendo cuestionado.
Estamos en una nueva era en la que el velo se ha
levantado, y apareció el trauma.
Es una era de videos; los hechos que antes se filtraban a
través de los recuentos policiacos y fuentes mediáticas, los hechos que antes
se susurraban por encima del hombro en peluquerías y en las mesas de las
cocinas, ahora se
refuerzan gracias a la inmediatez y la veracidad de las pruebas visuales.
Es una era en la que el lenguaje de la resistencia se ha
establecido y aceptado, en
la que el modo de expresión y resistencia se ha demostrado y probó ser efectivo.
Es una era de entendimiento y furia, de miedo y frustración, de activismo y
alerta. La raza negra
estadounidense está más allá del punto de quiebre, en un punto sin retorno.
Y en esta era, la discusión en torno a estos temas debe
ser amplia y profunda porque las acciones necesarias para abordar los problemas
deben ser amplias y profundas.
Este
momento de la historia de nuestro país no se trata de cómo se expresan los
miedos individuales en una llamada de emergencia, en la respuesta de un
oficial, en armas que se sacan y se disparan, en el deseo de la gente
negra de escapar para salvar sus vidas, en la ansiedad de los padres negros en
torno a la seguridad de sus hijos.
Este
momento se trata de la enorme estructura, casi invisible, en la que se basan
esos miedos… la manera en que los medios y las representaciones culturales
despliegan a la gente de raza negra como peligrosa, amenazante y criminal, y en
especial a los hombres.
Es acerca de la forma en que las políticas históricas
crearon nuestros guetos estadounidenses modernos y su pobreza concentrada; la manera en que
los guetos con todo su infortunio y desesperanza pueden convertirse en terreno
fértil para el comportamiento criminal; la manera en que estas zonas hacen que la pobreza sea
inevitable y las oportunidades escasas; la manera en que los recursos,
desde la educación hasta los servicios de salud y nutrición, se limitan en
estas áreas.
Seguimos hablando de decisiones, pero no hablamos lo suficiente acerca del hecho
de que esas decisiones siempre se toman dentro de un contexto cultural e
histórico.
No
se trata de que la gente eligió vivir en vecindarios con viviendas y escuelas
pobres, una infraestructura decadente y pocos supermercados y mucho menos
centros de salud. Hubo muchos factores que crearon esos vecindarios: la
huida de las personas blancas y la huida de las personas negras adineradas, la
desinversión comunitaria, los negocios que le otorgan créditos a los
consultorios y las políticas gubernamentales que asignan infraestructura y
transporte público a ciertas partes de la ciudad y a otras no.
La
gente que vive en esas comunidades —y que está atrapada en ellas— toma
decisiones, a veces malas, dentro de ese contexto.
Podríamos decir que una mala decisión simplemente está mal,
y la parte ofendida debe lidiar con las consecuencias. Sin embargo, las malas decisiones en un
ambiente pobre no tienen las mismas consecuencias que las tomadas en ambientes
adinerados. Para los pobres, las mismas malas decisiones se castigan más
a menudo y de manera más severa, lo cual agrava sus carencias.
Después, Estados Unidos lo lleva más allá al imputar las
malas decisiones de algunos a toda una raza, y al hacer eso establece el escenario para que ocurra el
desastre. Esto crea la desconfianza y el miedo que pueden provocar las
muertes que observamos, en las que quizá la persona asesinada no tomó ninguna
mala decisión, en las que la única mala decisión fue jalar un gatillo.
Esto es lo que las personas quieren decir cuando hablan del impacto del racismo
sistémico en estos casos y estas zonas. No es que la policía albergue
más racismo que el resto de Estados Unidos, sino que ese racismo de toda la
sociedad, también dentro de nuestros departamentos de policía y el sistema de
justicia, se ha erigido desproporcionadamente
de formas que impactan a las comunidades pobres minoritarias. Eso queda
sumamente claro en esos asesinatos.
Lo que llevó siglos construir podría requerir mucho más tiempo para ser
eliminado. No se puede luchar contra el racismo deshojando la copa del
árbol venenoso, sino
tomando un hacha para cortarlo de raíz.
El candidato republicano a la vicepresidencia, Mike
Pence, dijo la semana pasada: “Debemos hacer a un lado este diálogo, esta conversación acerca del
racismo institucional y el sesgo institucional”, y lo llamó una
“retórica de división”. Eso es exactamente lo opuesto a lo que deberíamos
hacer.
La
policía es un instrumento del Estado, y el Estado es la gente que lo conforma.
La policía está realizando una campaña de control y contención de poblaciones,
y esa campaña cuenta con la aprobación implícita de cada ciudadano dentro de su
jurisdicción. Esto no es
un problema de oficiales criminales; es el problema de una sociedad criminal.
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