El
debilitamiento económico de la región saca a la superficie sus males endémicos:
criminalidad y corrupción.
América
Latina es una región notoriamente cíclica y el final del boom de los
commodities le ha afectado seriamente. Aunque una economía debilitada no
hace que los funcionarios sean más corruptos ni los criminales más violentos, sí elimina la distracción que la
mejora de los estándares de vida genera sobre estos problemas endémicos.
El descontento crece, desde Tijuana hasta Tierra del
Fuego. Los mexicanos no
dejan de protestar por la desaparición y presunto asesinato de 43 estudiantes,
las calles venezolanas son
testigos de violentas protestas contra el autoritario e incompetente
Gobierno de Nicolás Maduro y los
brasileños exigen la destitución de su presidenta, Dilma Rousseff, ante
el escándalo Lava Jato y la rebaja de la calificación crediticia del país.
La
encuesta anual Latinobarómetro, que desde 1995 sondea la opinión pública
en la región y que The Economist publica en exclusiva, refleja ese deterioro del estado de ánimo. Los latinoamericanos están
hartos de sus líderes: la aprobación de los gobiernos en los 17 países
del estudio ha caído de 60% (en el 2009) a 47%. Y están abandonando la moderación política
a favor de ideologías polarizadas: quienes se consideran “centristas” son ahora
el 33% cuando en el 2008 representaban el 42%.
También
están perdiendo la fe en las instituciones ciudadanas: 34% dice que confía en el Estado,
ocho puntos porcentuales
menos que en el 2013. Lo más inquietante es que están confiando menos en la propia gente,
pues solo el 16% está de
acuerdo con que “la mayoría de las personas es confiable”, que iguala el
porcentaje más bajo reportado por el sondeo en el pasado.
A pesar del enfriamiento económico, solo en tres países el desempleo
es considerado el principal problema —Colombia, Costa Rica y Nicaragua—,
mientras que en otros
doce, la mayor preocupación es el crimen. En general, los latinoamericanos señalan que
están tan preocupados por el crimen y las pandillas que por la economía, el
desempleo y la pobreza.
En muchos casos, el público tiene motivos para temer: la violencia de las pandillas ha
convertido gran parte de Centroamérica en la región más mortífera del mundo.
Por ejemplo, el fracaso de una tregua impulsada por el Gobierno entre mafias en
El Salvador ha desencadenado tiroteos y asesinatos. Hasta en países seguros como Chile, cuya tasa de
homicidios es más baja que en Estados Unidos, el crimen encabeza la lista de
inquietudes.
El
único país donde la corrupción es vista como el principal problema es Brasil.
Aunque el gigante sudamericano no es ajeno a los arreglos bajo la mesa, el
descubrimiento de que Petrobras pagó en exceso a sus contratistas dentro de un
esquema de licitaciones amañadas y sobornos por alrededor de US$ 3,000
millones, constituyó un enorme escándalo incluso para los estándares del país.
Los brasileños han tomado nota y algunos manifestantes
han plantado escobas en las playas, reclamando un saneamiento de la política. Hace tan solo cinco años, solo
el 3% decía que la corrupción era el mayor desafío del país, pero este año esa
cifra se ha disparado hasta 22%, incluso por encima del máximo de 20%
registrado en el 2005, cuando la indignación popular por la compra de votos
parlamentarios alcanzó su clímax.
El porcentaje de brasileños que señalan que ellos o sus
parientes se han encontrado con algún acto de corrupción durante los últimos
doce meses duplica la tasa
del país que ocupa el segundo lugar. Estas preocupantes tendencias
podrían ser poco más que un daño colateral efímero causado por el fin del boom
de los commodities.
La data histórica de Latinobarómetro revela que tanto el apoyo a la democracia y
la satisfacción con ella tienden a ir de la mano con la economía: los
números más bajos de los últimos 20 años se registraron en el 2001, en medio de
la última recesión que afectó a América Latina. De manera similar, los más
altos ocurrieron en el 2010, el año de mayor crecimiento del PBI regional.
Pero según la jefa de Latinobarómetro, Marta Lagos,
oculta detrás de estas fluctuaciones cíclicas se encuentra una permanente
debilidad de largo plazo. Desde la primera encuesta, las personas han ubicado
las ramas del Estado —como el Poder Judicial, el Congreso y los partidos
políticos— al fondo de la lista de instituciones en las que confían. En contraste, los únicos tres
grupos que al menos la mitad de encuestados dice confiar son sus familias, sus
vecinos y la iglesia.
Comparando la data con estudios de otras regiones, Latinobarómetro haya que la
confianza interpersonal en América Latina —lazos que van más allá de familia y
amigos— está muy rezagada con respecto a Europa, e incluso con el
sudeste asiático y el mundo árabe.
El excongresista estadounidense Barney Frank solía decir
que “el Gobierno es
simplemente el nombre que les damos a las cosas que elegimos hacer todos
juntos”. Es probable que la volátil fe que los latinoamericanos tienen en la
democracia es, esencialmente, un síntoma de su profunda falta de confianza.
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