El riesgo de un racionamiento de energía es alto, y la
culpa no sería solo de la naturaleza.
Llegó el momento de volver a la cruda realidad cotidiana.
Ajústense los cinturones, que vamos a aterrizar.
Para
este año tenemos por delante un panorama sombrío: el alto riesgo de que se
produzca un racionamiento de energía eléctrica en Colombia, y la culpa no sería
solo de la naturaleza, como han pretendido decirnos, a causa del fenómeno del
Niño, sino especialmente de la imprevisión, el desgreño y los malos manejos.
Cómo es posible que después de haber tenido la terrible
experiencia del racionamiento de 1992 (que le costó al país 20 billones de
pesos de aquella época), y después de habernos cobrado durante estos años
tantos sobrecostos en las facturas mensuales, y después de tantos anuncios y
advertencias, estemos otra
vez en las mismas, corriendo bases y con el Credo en la boca.
Se
debe a que vendimos alegremente nuestras reservas de gas, a que el diésel que
necesitamos es el combustible más caro del mundo porque no podemos pagarlo con
el dólar a 3.200 pesos, y se debe también al verano aterrador, ya que en
este momento nos está cayendo únicamente el 46 por ciento del promedio
tradicional de lluvias.
Por eso, y como al perro más flaco se le pegan las
pulgas, desde diciembre pasado subieron las tarifas de energía en todo el país.
¿Diciembre? Eso fue lo que ordenó el Gobierno, pero tengo pruebas aquí, en mi
mano, para demostrar que
en varias regiones del país comenzaron a cobrar esas alzas desde octubre. Uno
más en la larga fila de los abusos.
Hace
casi nueve años, en mayo del 2007, el Gobierno colombiano firmó con Venezuela
un contrato por medio del cual se comprometía a venderle gas procedente de los
yacimientos de Chuchupa y Ballenas, en La Guajira. Lo hicieron a pesar
de las advertencias para que lo almacenaran, más bien, con el fin de usarlo en
la energía térmica, ante el peligro siempre latente de una sequía que nos
dejara sin energía hidráulica.
Y
eso fue exactamente lo que pasó. Agotamos nuestra reserva de combustible y
quedamos a merced del agua para producir energía. Es decir: dependíamos
de que lloviera. Estábamos al vaivén caprichoso de la naturaleza.
Terminamos, pues, sin el pan y sin el queso: ahora no tenemos ni gas ni agua.
El exministro Rudolf Hommes, en su columna periodística dominical, lo dijo
claramente: “La escasez de
gas proviene de decisiones equivocadas o falta de previsión”.
Fue
entonces cuando el Niño se nos vino encima. En los últimos años la cosa
se puso tan grave para nosotros que el negocio fue al revés: Venezuela empezó a vendernos gas.
Para ello construyó 40
kilómetros de tubería a través del lago de Maracaibo. Inició el
suministro en junio del 2015, pero apenas seis meses después, el 30 de
diciembre pasado, anunció que suspendía la venta.
¿El motivo? Le cogieron miedo a quedarse sin gas ante el verano intenso que estamos
padeciendo. De manera, pues, que Venezuela resultó más cautelosa y
precavida que Colombia. Quién
lo creyera.
Una
historia adicional, en este rosario de calamidades, es lo que ha ocurrido con
los sobrecostos. Desde diciembre del 2006 los usuarios de la energía comenzaron
a pagar religiosamente, con la factura de cada mes, un denominado “cargo por
confiabilidad”, del cual ya les había hablado en una crónica anterior.
Ese dinero debía destinarse, según nos dijeron, para estar preparados y evitar
que en el futuro tuviéramos otro apagón. Era una especie de seguro, por decirlo en términos
sencillos.
Lo cierto es que, en estos nueve años, ese recargo recaudó 18 billones
de pesos. Lo malo es que ahora se están haciendo unas revelaciones muy
delicadas sobre su destino.
“Varias
empresas del sector eléctrico, como Termocandelaria en la costa del Caribe y Termoemcali
en el Valle del Cauca, concentran sus operaciones financieras y las de sus
socios mayoritarios en paraísos fiscales, como las Islas Caimán”.
El senador López Maya ha pedido a las autoridades que “confirmen si, con ese mismo
sistema, los accionistas de las empresas sacaron del país el dinero del cargo
por confiabilidad y lo consignaron en sus cuentas, como si se tratara de
utilidades”. Y agrega de manera rotunda:
Lo
cierto del caso es que nadie, y mucho menos el ministro de Minas, Tomás González,
sabe dónde están esos recursos. De ahí que no solo tengamos un riesgo de
apagón, sino un descalabro confirmado. Y al Ministerio de Minas lo único que se
le ocurre es decretar alza de tarifas para el ciudadano.
Hace casi dos meses, el mismo senador López Maya envió
una denuncia a la Superintendencia de Industria y Comercio, pidiéndole que investigue por
qué hay varias empresas de energía que tienen los mismos accionistas, si se
supone que deberían ser competidores.
El
senador menciona en su documento algunas empresas que tienen dueños comunes,
como Termocandelaria, Termobarranquilla y Termovalle. En el caso
específico de Termocandelaria, que tiene sede en Cartagena, esa central eléctrica dejó de
operar hace más de dos meses, cuando fue intervenida por el Gobierno.
Sin
embargo, ya había recibido 300.000 millones de pesos del cargo por
confiabilidad que pagan los usuarios. Le dieron dinero para que se
preparara en caso de escasez, y no lo hizo. ¿Dónde estaban, entre tanto, los
organismos de control y vigilancia del Estado? Llegaron tarde, como siempre.
A
propósito, esa misma región Caribe está a las puertas de una gravísima crisis
industrial y comercial por el problema del gas. Es tan insólito lo que
ha pasado que sería cómico si no fuera trágico: el gas de La Guajira se lo vendió Ecopetrol a Venezuela
hasta que se acabaron las reservas; ahora tienen que traerlo desde Cusiana, en las
llanuras de Casanare, pero como no hay una tubería para hacerlo, el transporte vale un ojo de la
cara. Y parte del otro. Ni siquiera se puede traer por el río Magdalena, porque
no tiene agua. En
conclusión, el gas que llega hoy a territorio costeño cuesta 70 por ciento más
de lo que vale en Bogotá.
Las
industrias están al borde del colapso. El asunto es tan grave que los
dos diarios más importantes de la comarca, El Universal, de Cartagena, y El
Heraldo, de Barranquilla, se unieron en noviembre pasado para publicar en
simultánea un editorial en el que exigían respeto por la región y que alguien
controle los desmanes de Ecopetrol.
–Se
acabó el gas. La verdad, sin más rodeos, es que en Colombia se acabó el
gas para las térmicas –me dice la exministra Ángela Montoya, presidenta
ejecutiva de la Asociación Colombiana de Generadores de Energía (Acolgen).
La
señora Montoya me explica que hace veinticinco años, cuando nos sobraba energía
hidráulica, el Estado se puso en la tarea de construir plantas de gas, “pero
después no tuvo la precaución de garantizar el suministro de ese gas.
Por el contrario, confiados en que siempre habría agua, lo vendimos en el
exterior hasta que las plantas se quedaron sin combustible”.
Y, como si fuera poco, el fenómeno del Niño nos dejó sin
agua. Tras de cotudos, con paperas, como dicen los campesinos huilenses.
Ante
semejante panorama, las empresas se pusieron a generar energía con diésel
traído del exterior, pero
entonces vino el garrotazo del dólar y las tarifas del kilovatio se pusieron
por las nubes. Como dicen que al ojo llorón le echan sal, el impuesto de
importación del diésel se subió al 24 por ciento. Sobre eso, Ángela Montoya
hace este comentario:
–Se
le ha pedido al ministro de Hacienda, Mauricio Cárdenas, que, para
evitar más carestía, suspendan ese impuesto mientras dura la crisis y que lo
repongan después. No ha sido posible.
Les
informo que, según las investigaciones de la Contraloría General, la amenaza
del racionamiento eléctrico, lejos de alejarse, está cada vez más cerca.
Miren una muestra: en un solo mes, entre noviembre y diciembre, la energía
diaria que despachan las plantas en todo el país disminuyó un 18 por ciento.
Peligro
de apagón, escasez de gas, petróleo por el suelo, dólar por el cielo, las tasas
de interés subiendo, la peor inflación en siete años, bajan las ventas del
comercio, alza en los prediales y se nos viene encima la reforma tributaria con
su catarata de impuestos. Me duele estropearles las ilusiones de
comienzos de año, pero esa es mi obligación como periodista. Peor sería que nos
sorprendieran con un aterrizaje de emergencia.
Se me olvidaba este detalle: el Gobierno anunció, con un gran redoble de
tambores, que las alzas de tarifas eléctricas que empezaron en diciembre
durarán 36 meses. Es decir, que dentro de tres años volverán a bajar.
¿Bajar? Le regalo un
kilovatio al que me diga cuándo se ha visto en este país que un servicio
público baje después de haber subido. Cuándo.
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