El
mundo de los negocios no es lo suficientemente dinámico, ni siquiera en Estados
Unidos.
Es
natural que las empresas maduras devuelvan efectivo a sus inversionistas.
Es
fácil afirmar que los negocios modernos son muy frenéticos. La semana
pasada, 10,000 millones de acciones de las 500 compañías más grandes de Estados
Unidos cambiaron de manos, sus CEO recibieron 750,000 correos electrónicos y,
en cinco días, estas empresas habrán recomprado US$ 11,000 millones de sus
propias acciones, un monto cercano a lo que han invertido en sus operaciones.
Muchos
lamentan esa hiperactividad y los críticos del capitalismo dicen que el
pensamiento de largo plazo es un lujo. Cuando los gerentes no están esforzándose por satisfacer
a los inversionistas, cuya lealtad hacia la firma es medida en semanas, están
impulsando los precios de las acciones de su empresa a fin de maximizar su
remuneración.
Los ejecutivos también se sienten acosados y se presume
que la competencia es cada
vez más feroz. Sin embargo, tales percepciones no resistirían un
análisis riguroso pues el cortoplacismo no es la amenaza que aparenta ser, y el
problema con la competencia es que no es lo suficientemente fiera.
Comencemos
con el cortoplacismo. Por más de 50 años, Warren Buffett ha hecho dinero basándose en la premisa de
que otros inversionistas se comportan como pollos sin cabeza. Y los
economistas advierten que la renuencia de las empresas a invertir sus ganancias
afecta el crecimiento económico.
Pero ni siquiera en Estados Unidos, el hogar del
capitalismo hiperactivo, “cortoplacista” es el término correcto. Desde la
crisis de 2008-09, los horizontes de las empresas se han extendido. Los nuevos bonos corporativos
tienen un vencimiento promedio de 17 años, el doble del que tenían en
los noventa. El 2014, los CEO que salían de las empresas que conforman el
índice S&P 500, habían desempeñado ese cargo por una década en promedio
—más que en cualquier otro año desde el 2002—.
Además, el tiempo promedio de tenencia de una acción de
ese mismo índice es 200 días, el doble del nivel registrado el 2009. El CEO de
BlackRock, la mayor administradora de activos del mundo, les pide a las empresas elaborar
planes de acción a cinco años.
Tampoco hay menos inversión. El mismo sistema que es
acusado de miopía ha financiado con US$ 500,000 millones la revolución de la
energía de esquisto y el boom de la biotecnología experimental, entre otros
emprendimientos. En relación con el total de activos, ventas y PBI, la inversión de las empresas
estadounidenses se ha mantenido estable, solo que en lugar de fábricas y máquinas, ahora lo hace
en software, investigación y desarrollo (I+D).
Si
las empresas reinvirtiesen el dinero que gastan en recomprar acciones,
su gasto de capital y sus costos en I+D aumentarían hasta 15% de las ventas,
muy por encima del promedio de los últimos 25 años (9%). Pocos CEO optarían por
tal derroche solo porque las tasas de interés estén bajas, especialmente si
están así debido a preocupaciones de índole económica.
Es
natural que las empresas maduras devuelvan efectivo a sus inversionistas a
través de dividendos y recompras de acciones. Además, la inversión en
activos es riesgosa, tal como lo demuestran las hoy ociosas fábricas y acerías
chinas.
El
problema que enfrentan las compañías estadounidenses y de otros países ricos,
es que al mantener mucho efectivo disponible se podría generar un déficit de
demanda en la economía. Las políticas macroeconómicas pueden ayudar a
impulsar la demanda, pero la competencia también puede marcar la diferencia al
reducir las ganancias e incentivar a las empresas a invertir más.
El
boom de Silicon Valley da la impresión de una era dorada de dinamismo —en
sectores como taxis y startups sí está provocando una revolución—, pero en
general, el capitalismo estadounidense está más retraído que antes. La
tasa de creación de pequeñas empresas es la menor desde la década de 1970 y su
participación en términos de número de trabajadores se ha reducido.
De
los trece sectores productivos de ese país (excluyendo la agricultura), diez
estaban más concentrados el 2007 que en 1997. Desde la quiebra de Lehman
Brothers, el 2008, las empresas estadounidenses han realizado transacciones por
US$ 11 millones de millones —equivalentes al 46% de su valor de mercado— cuyo
principal objetivo ha sido aumentar su participación de mercado y su poder de
marcar precios.
Sectores
como aviación comercial, TV por cable, telecomunicaciones, alimentos y salud
son ahora menos competitivos. Las gigantes tecnológicas con elevada
participación de mercado están obteniendo enormes ganancias y poseen el 41% de
todo el efectivo mantenido por las compañías no financieras.
Para resolver el problema, primero hay que eliminar las
barreras a la creación de pequeñas empresas. Cerca del 30% de las ocupaciones
requiere licencias —por ejemplo, los guías turísticos en Nevada tienen que
certificar 733 días de entrenamiento—. Alrededor del 22% de las pequeñas
empresas señala que su
principal obstáculo es la burocracia y muchas tienen dificultades para obtener
crédito.
Segundo, hay que ser vigilante con los oligopolios: el
regulador estadounidense solo ha bloqueado un puñado de fusiones desde el 2008.
En lugar de intentar
establecer el horizonte sobre el que las empresas y los inversionistas deben
pensar, los gobiernos necesitan promover la competencia. Esa es la mejor forma
de aprovechar la energía hiperactiva del capitalismo en beneficio del
crecimiento económico.
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