CUIDADO CON LA BRECHA ENTRE RICOS Y POBRES QUE CADA VEZ SE AMPLIA MAS


¿Qué opina Anthony Atkinson, sobre la inequidad de la distribución de ingresos y cómo solucionar este problema?

El aumento de los ingresos elevados (y el estancamiento de los bajos) es en parte el resultado de tendencias como la globalización o el cambio tecnológico.

Los libros contemporáneos sobre la inequidad de la distribución de ingresos se dividen en antes y después de la publicación de “El capital en el siglo XXI”, de Thomas Piketty, cuya edición en francés salió en agosto del 2013 y, siete meses después, su traducción al inglés causó revuelo y se convirtió en un best seller internacional. El estudio logró enfocar la atención y generar debate sobre la creciente riqueza e inequidad, y hasta ofreció un posible remedio: un impuesto global sobre el patrimonio.

Ahora es el turno del economista británico Anthony Atkinson, quien acaba de publicar “Inequality: What Can Be Done?”. Además de haber trabajado por más de cuatro décadas en la investigación de la inequidad y la pobreza y construyó con él una base de datos histórica sobre altos ingresos.

Atkinson es más radical que Piketty: propone gravar con fuertes impuestos a los ricos, quienes, estima, han tenido una tributación muy flexible durante la última generación. Pero eso no es todo, pues también piensa que el gobierno debe entrometerse en todo tipo de mercados para influenciar la distribución de las recompensas económicas.

Sus recomendaciones son un retorno a las décadas de 1960 y 1970, cuando los sindicatos eran una fuerza política dominante y el Estado era visto como un necesario vigía de los mercados. Incluso los economistas que están a favor de la equidad, son renuentes a recomendar controles de salarios y garantías de empleo. Pero Atkinson sí lo hace y aunque sus argumentos no sean totalmente convincentes, sí podrían cambiar la dirección del debate.

El libro se inicia enunciando el daño causado por las crecientes brechas de ingreso: castigan injustamente a los desfavorecidos, además que socavan el crecimiento económico y la cohesión social. Quizás lo más importante sea que la inequidad en la distribución de recursos económicos se traduce directamente en desiguales oportunidades personales. La riqueza genera comodidad incluso si no es gastada, pues los ricos están asegurados contra adversidades futuras o pueden utilizar su patrimonio para alcanzar metas personales o profesionales.

Luego viene la data, que describe un panorama de distribución del ingreso conocido. La inequidad en los países avanzados era elevada antes de las dos guerras mundiales, pero cayó luego de 1945 para volver a incrementarse alrededor de 1980. Dicho aumento caracteriza a la mayoría de economías ricas, especialmente Estados Unidos y Reino Unido, y algunas emergentes como China. Atkinson analiza las diversas fuerzas que históricamente han provocado la disparidad de ingresos.

El autor se detiene en un factor en particular: las formas sutiles (y no tan sutiles) en que los ricos son capaces de influenciar la política gubernamental a fin de proteger sus fortunas. Cuando los gobiernos priorizan baja inflación sobre bajo empleo, o bajos impuestos sobre inversión en infraestructura o educación, están respondiendo a las preferencias de los acaudalados.

El aumento de los ingresos elevados (y el estancamiento de los bajos) es en parte el resultado de tendencias como la globalización o el cambio tecnológico. Pero tales tendencias no deben tomarse por sentadas, pues el gobierno juega un importante rol en darles forma a los cambios. Por ejemplo, la investigación en vehículos autónomos —que podrían eliminar millones de empleos poco calificados— ha sido financiada por el gobierno estadounidense.

Si los trabajadores tuvieran más presencia política, dicho gobierno habría dirigido sus fondos hacia la investigación de tecnologías que complementen las aptitudes de los obreros.

Atkinson sostiene que el Estado debe estar consciente de su rol en el proceso de innovación y tener en cuenta sus efectos sobre la distribución del ingreso. En particular, tiene que invertir en capital humano —en educación y capacitación— y enfatizar las ventajas de la interacción humana en la administración de los servicios públicos.

Además de la responsabilidad estatal de invertir en capacitación, Atkinson propone quince medidas que impulsarían la igualdad, incluyendo el establecimiento de un salario mínimo, la redefinición de la seguridad social como un ingreso pagado a todos aquellos que contribuyen con la sociedad, y el otorgamiento de garantía de empleo, de ser necesario en el sector público, a quienes lo deseen.

El autor no teme pronunciar verdades incómodas, como por ejemplo que la comodidad que otorga la riqueza importa tanto como el consumo que puede procurarse, que tener un empleo podría no ser suficiente para brindar al trabajador un estándar de vida que mejore a la par con el crecimiento económico o que el poder económico se protege a sí mismo de formas sutiles y perniciosas, que solo podrían revertirse con un gobierno intervencionista.


La solución planteada por Atkinson podría no ser la correcta, pero su libro le recuerda al lector cuán anticuadas se han vuelto las políticas económicas de posguerra y cuán distorsionada se vería la economía de hoy para un observador del pasado no tan distante —o quizás, de un futuro no tan lejano.

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