Gabriel
Alvarado, un economista cercano a los 30 años, que trabaja en una banca de
inversión, tiene maestría en investigación de operaciones, cuenta cómo se
aferra a la esperanza de que la vida en su país vuelva a ser normal.
En un día cualquiera del mes de abril de 2015.
Aprovecho
unos minutos libres de mi hora de almuerzo para ir a comprar detergente en el
supermercado cercano a la torre donde trabajo.
Mi primera reacción es de sorpresa absoluta: me enfrento a una cola de más de
200 personas afuera del supermercado (no alcanzo a ver cuántas más
aguardan adentro). Desisto de mi intento y me devuelvo a mi trabajo. No pude comprar el producto que
quería.
Desde que comenzó este año la realidad se repite en todas las ciudades
de mi país. La razón es sencilla: incorrectas políticas económicas (si
es que se les puede dar ese nombre) orientadas a mantener una situación de
conflictividad social y dependencia del Estado.
Los
productos escasean. Los precios aumentan. Los salarios siguen igual.
Desde 2003 el Gobierno de Chávez implementó un control de cambios en la
economía, esto es, el único oferente de divisas es el Estado y las asigna
discrecional y racionadamente a un tipo de cambio siempre sobrevaluado (es
decir, dándole al Bolívar un valor artificialmente elevado).
La consecuencia: los productores nacionales no pueden competir contra los
exageradamente baratos productos importados, y se comienza a crear una
nueva clase de “empresario”, léase el importador.
Este
importador disfruta de grandes rentas en el período en el que los
precios del petróleo (responsable del 95% de la generación de divisas de mi
país) son elevados, importando bienes al tipo de cambio oficial sobrevaluado y
vendiéndolos al tipo de cambio no oficial, que representa el costo de
reposición real del producto.
Esto último se debe a la discrecionalidad de la
asignación de divisas por parte del Estado; dado que un importador nunca tiene certeza de que
recibirá dólares a la tasa de cambio oficial, valora sus productos al tipo de
cambio al que sí puede conseguir divisas libremente, es decir, al
llamado “dólar paralelo” o “dólar negro”.
Esta
realidad brindó una imagen de “economía pujante” al exterior durante muchos
años, ya que mientras el precio del petróleo estuviese alto, el Estado podía repartir una
gran cantidad de divisas a la tasa oficial, permitiendo al venezolano promedio altos niveles
de consumo.
Sin embargo, los desequilibrios internos se fueron
gestando y magnificando hasta convertirse en el caballo de Troya que finalmente
hoy descubren muchos
venezolanos, engañados durante muchos años por tal fantasma de lo
ostentoso, una vez que los precios del petróleo han caído abruptamente.
Déjeme
ilustrarle con un ejemplo: hoy en día, dadas las tasas de interés que
cobran los bancos (reguladas por el Estado) se encuentran por debajo de 30%,
mientras que la inflación que se espera para este año es superior al 100%.
Saque usted la cuenta, hasta el café se paga con tarjeta de crédito.
Esta situación es incluso más desconcertante para el
joven profesional, como es mi caso. Un profesional con estudios de maestría,
joven, tiene un salario mensual de $5.556, o de $2.917, o de $175, o de $56,
dependiendo del tipo de cambio que usted quiera usar.
Para fines prácticos, digamos que dado que no tengo
acceso a divisas oficiales (que sólo me dan racionadamente si viajo, y si le
digo que un pasaje a Nueva York me cuesta 18 meses de salario ya podrá usted ver también lo difícil que
es viajar y por ende tener acceso a esas divisas) pues el salario mensual es de
$56.
El problema, eso sí, es que no todos los productos que
compro están a esa tasa. Si quiero ser justo, debo decirles que comida y medicinas se deben valorar a la
tasa de cambio oficial (dado que el gobierno las subsidia), por lo que
resultan muy económicas.
Pero el resto de “lujos”, léase ropa, electrodomésticos,
equipos electrónicos, bienes raíces, viajes, etc., están valorados al “dólar
paralelo”, lo que los hace
extremadamente costosos para un profesional con postgrado. Para
permitirse este tipo de “lujos”, debe ahorrarse con varios meses de antelación,
con cuidado de que no te maten o te secuestren en el proceso (el tema de la
inseguridad conviene tratarlo en una nota separada).
El
resto de la historia usted ya la conoce: un éxodo de jóvenes venezolanos que
ante la imposibilidad de construir una vida en su país natal buscan suerte en
países más prósperos, luchando contra la pésima imagen del venezolano que los
“enchufados” (los “empresarios” y demás relacionados al gobierno) han fomentado
a construir en el exterior.
Los que aún no nos hemos ido, mantenemos la ¿ilusa? esperanza de que las cosas
mejoren pronto, pero la paciencia se agota… El panorama luce sombrío,
pero como reza el proverbio: “después del invierno, siempre llega la primavera”.
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